CLI: La maqueta en mitad del vendaval

Nunca es buena señal encontrarte repetidas veces con alguien al que no esperas ver con tanta frecuencia. Y este año ya hemos visto a Bunbury dos veces cuando sólo lo esperábamos una. Para entender las razones que le han llevado a sacar un segundo disco apenas unos meses después del primero no hace falta ir a la universidad. El linchamiento global al que se ha visto sometido por expresarse libremente ha jugado un papel fundamental en su árbol de decisiones. Y esto es algo que el propio Enrique vio venir cuando nos cantaba hace años aquello de “…querías ser libre pero que no te pasara nada”, en Hellville de Luxe, aquella oda al realismo sucio americano de Barry Gifford y Raymond Carver. Y su manera de afrontar los problemas ha sido grabando un nuevo álbum, porque ese -y sólo ese- es su camino, del mismo modo que el de las luciérnagas es ir a las bombillas. 

Curso de Levitación Intensivo es un disco que nace en la primera brisa que siguió a la tormenta, cuando todavía no sueña con ser calma. Sin embargo, las letras están impregnadas de una serenidad extraña dadas las circunstancias. Bunbury busca su libertad a través de las canciones, con la tranquilidad de quien ya ha deshecho más de una maleta. Cuando uno escucha con atención el álbum, se imagina a Enrique feliz en cualquier otro momento, pero nunca en éste. 

Si hay un tema sobre el que pivota el imaginario del disco es el Nuevo Orden Mundial, esa organización secreta que te dice cómo has de pensar y que ha instalado en los bosques de Alaska un parque de antenas orientadas hacia un determinado punto del cielo de modo que por diferencia de potencial se crea una especie de efecto de jaula de Faraday capaz de cambiar la línea del tiempo tal y como la conocemos. Y esas antenas, dirigidas hacia la canción que abre el álbum, N.O.M., nos ha trasladado al desierto de Almería y a los Spaghetti Western de Sergio Leone. Y esto no es casualidad, porque Bunbury no deja nada a la suerte. Enrique ha querido empezar el álbum con un duelo al sol y, como si se tratara del viejo y salvaje Oeste, ha desenfundado y abierto fuego antes que nadie. Un tema con trazas de The Last Shadow Puppets y aires de música surf a lo The Treble Spankers, en la que se ha quitado el bozal y nos ha enseñado el colmillo. 

  Y ese proyecto Haarp de Bunbury para arrancar el disco nos abre la puerta hacia una nueva reflexión: La gente no miente sobre lo que ve en el cielo, simplemente no entiende lo que realmente ocurre. No hace tanto tiempo, cinco o seis meses quizás, nos enseñaban en el telediario cómo teníamos que lavarnos las manos. Y no cuestionarnos ni siquiera eso es el origen de El día de mañana, una canción eclipsada en su propio sueño, donde Enrique utiliza intencionadamente la melodía tan suave para denunciar que estamos durmiendo, algo que nos lleva repitiendo desde Palosanto y en donde ahora parece encontrarse ya demasiado cansado como para estar siquiera disgustado, como si tuviera el corazón desteñido de la sangre perdida por todos los golpes que ha recibido cada vez que levanta la voz.  

Y es que Curso de Levitación Intensivo se articula en torno a tres ejes: desamparo, tristeza y rabia. Cualquiera en su situación hubiera preferido sentarse a esperar a que llegara la primavera, pero Bunbury nunca ha vivido en la periferia de sí mismo y ha derramado en el disco todo el foie que le quedaba dentro. Y ahora ha puesto en fuera de juego a todos sus enemigos, a los que ha dejado con la sensación de haberse llevado el candado y dejado la bicicleta. Dicen que la verdad se sujeta sola, pero lo cierto es que con este álbum también lo ha hecho con las manos de Enrique, como si estuviera sosteniendo algo que va más allá, algo que ni siquiera él es capaz de ver y ahora le resultara ya imposible olvidar un crimen que no está seguro de haber cometido, y que nos cuenta en El precio que hay que pagar, acompañado de un videoclip magnético y oscuro de Jose Girl, a lo Alexandra Savior, en donde uno se imagina continuamente contando los pasos que le separan de la casa de Samantha Tiews. No cabe duda de que estamos ante el tema que, musicalmente, mejor identifica el momento actual en el que se encuentra Bunbury. Para empezar, los primeros acordes nos transportan a la versión reciente en directo de Héroe de leyenda, aunque los recuerdos que Enrique tenga de Héroes del Silencio le sean muy lejanos, como si le parecieran más el recuerdo de otra persona que de la suya propia, quizás porque se trate de una época que quiera recordar y olvidar al mismo tiempo. Además, la conexión que encontramos aquí con sus dos últimos discos es más que notable. Por un lado, con En bandeja de plata y Bartleby (mis dominios), de Expectativas, pero, por otro, también con Arte de vanguardia, de Posible, ese álbum separado unos meses con respecto a éste y que, viéndolo ahora con un poco más de perspectiva, a uno le recuerda a ese Batman de Joel Schumacher. Tener en un solo disco canciones como Hombre de acción, Cualquiera en su sano juicio, Deseos de usar y tirar o Indeciso o no, es algo así como juntar a Val Kilmer, Jim Carrey, Tommy Lee Jones y Nicole Kidman en una película con, encima, la estupenda Hold me, Thrill me, Kiss me, Kill me, de U2 como banda sonora. Y, sin embargo, uno piensa que la suma de las partes es mayor que el todo, como si tanto Enrique como Joel hubieran dejado la casa a medio hacer o a medio derribar, o no la hubieran construido como la tenían inicialmente en la cabeza, o lo hubieran hecho y se hubieran arrepentido después. De ahí que quienes hayan destacado realmente en ese álbum y en esa película fueran quienes no esperábamos: Los términos de mi rendición, alejada totalmente de la electrónica del disco (como ya pasó con Alicia, en Radical Sonora) y Drew Barrymore, relegada a un papel secundario en el film. 

Llegados a este punto se hace necesario tomar un descanso del álbum y preguntarse por qué es tan difícil explicar a Enrique Bunbury. Empecemos por ordenar lo que sabemos realmente de él. Y lo que sabemos es que es de Zaragoza, pero vive en Los Ángeles, que tuvo la banda de mayor éxito internacional que se recuerda del país, que ha leído más libros y escuchado más discos que la mayoría, que tiene más pelo, pasados los cincuenta, que el resto de hombres al cumplir los treinta, y que no le gusta demasiado la televisión, aunque lo poco que le gusta le gusta mucho. Nos cita continuamente a Lynch, Kubrick o Bergman, muy acorde a la imagen que nosotros proyectamos de él, pero también sabemos que disfruta con Jóvenes Ocultos, Perdidos o Interstellar, más acorde, quizás, a la imagen que él proyecta de nosotros, con la diferencia de que él es capaz de escarbar la capa superficial y ver algo que nosotros no vemos. Mientras la mitad del planeta no se ponía de acuerdo en si ir con Sawyer o con Jack, Enrique eligió ir con Sayid.  Mientras todos nos fijamos en Matthew McConaughey y nos emocionábamos con la escena de la grabación de los mensajes tras regresar a la nave, Enrique se fijaba en el hijo. Por eso, no podemos esperar que Bunbury nos regale continuamente los discos que nos gustan, porque a él le gusta cualquier otra cosa, aunque lo cierto es que en lo único en lo que estamos todos de acuerdo que sabemos de él es que, le guste o no, en él reside la última (y única) esperanza de hacer el gran álbum de la música en castellano. Y esa presión parece que la lleva mejor Enrique que ese jurado de hombres y mujeres irritables que son sus críticos. Bunbury no tiene prisa. Sabe que la última llave siempre es la que abre la puerta.

Y aunque todo eso que sabemos es cierto, en realidad no explica nada. Bunbury no tiene ningún inconveniente en hacer lo incorrecto, aunque eso suponga incomodar a toda una generación, como canta en El momento de aprovechar el momento, un tema que, si se escucha tratando de apartar todas las pistas de la canción salvo la línea de bajo, hará que le reviente la biela a más de uno. Bunbury sabe que se encuentra en lo alto de la cadena alimenticia y que hace buenas canciones por inercia, por puro reflejo, porque es inherente a su esencia, de ahí que permanezca pegado como un sello a sus propios principios, insistiendo en plantarle cara a lo inevitable, aunque eso suponga reconocer que ninguno de sus seguidores más nostálgicos sea capaz de entender sus claves ni de leer su corazón.  

Pero sucede que a Enrique le han salido nuevos enemigos con los que no contaba. Los malditos charlatanes. Y es que, paradójicamente, Bunbury ha convertido a sus críticos, cinturones negros de yoga, en un club de lectura. Pero eso no le ha salido gratis. Uno se pregunta, mirando directamente a Enrique a los ojos, cuánto peso es capaz de soportar el corazón humano. En su caso, que parecía que el límite de la paciencia era directamente proporcional a la intensidad de los golpes recibidos, le ha dañado más de lo que nos quiere hacer ver. Y es que esta vez ha tenido que tragar verdaderas rocas, acusaciones que le habrán causado un dolor que ninguno de nosotros podrá llegar a entender en absoluto. Y es muy posible que la cara que vemos de Bunbury en sus apariciones en streaming no refleje lo que siente de verdad. Quizás para muchos ya nada va a ser igual, pero como él mismo nos dice “…Ahora se les olvidó leer más allá de un titular”, queriendo indicar que, como en todo, hay mucha salsa y poca verdad. Y ojalá sea tan fácil como clavar una estaca en el centro del corazón del problema y recordar a los oportunistas que la próxima vez les habría resultado más fácil llamar al Teléfono de la Esperanza para desahogarse, pero no es así. En cualquier caso, la ventaja de vivir en Los Ángeles es que uno se acostumbra rápido a los incendios y éstos forman ya parte del paisaje, porque el desierto carece de eco, por lo que allí cualquiera puede entretenerse mirando cómo cambia el color del aire sin que le apetezca mandar a nadie a las órbitas a limpiar basura espacial.

Pero hay algo con lo que estos jueces del Gran Trono Blanco no contaban. Y es que Enrique es en sí mismo un ejército que los supera en número y en estrategia. Y, bajo la piel de un dragón, ha regresado envuelto en un infierno que no puede pasarse por alto. No es que no se vea la luz al final del túnel, es que no se ve el túnel. Y, tras morderse los nudillos por la pena del tsunami que se ha creado en torno a él, al final ha esperado a tener la suficiente saliva como para responder de la mejor manera que sabe. Curiosamente, esta canción parece, más bien, dirigida a otro enemigo, a ese que considera que el cuerpo de Bunbury pesa menos cuando no hace rock. Y es posible que la portada del disco sea un guiño, precisamente, a ellos, y que el propio Enrique la vaticinara hace treinta años sin que él mismo lo supiera, cuando cantaba en El cuadro, “…mi cuerpo pesa menos, siento que me elevo”, como si tuviera construidos los recuerdos antes de que ocurran, lo que nos lleva a pensar que cualquier cosa está a la sombra de otra. Y, entre tanto, han ido pasando y dejando de pasar cosas que seguramente le han hecho querer borrar su memoria, como si hubiera descubierto, de repente, que a Dios le huele el aliento, y todas las huellas que hubiera encontrado en el camino de vuelta al cielo no hayan hecho sino alejarle aún más del chaval de la bandana que había sido entonces, y las estrellas que, en aquella época, le iluminaban y le servían de guía ahora ya ni siquiera tengan ningún significado para él y simplemente le entristezcan. Lo que Enrique quizás todavía no sepa es que el tiempo ha cambiado para siempre el concepto de nunca. Y que hay recuerdos que existen justo cuando vas a olvidarlos.

Y en esa línea temporal en la que se mueve Bunbury, entre el punto que no quiere recordar y el punto que no puede ver, como si fuera la frontera de dos nadas, llegamos a El pálido punto azul, una canción que se mantiene en perfecto equilibro, sin llegar a romper pero tampoco sin llegar a decaer en ningún momento, como si se encontrara en medio de dos túneles de viento, con un saxo hipnótico de película de Nick Nolte de finales de los ochenta, capaz de manipular nuestras mentes a su antojo y un sintetizador hacia el final de la canción que se mezcla con las guitarras mientras Enrique nos recuerda que nadie es más igual que nadie, y que dentro de la tumba todos pesamos más o menos lo mismo. 

Si hay algo que ha caracterizado los discos de Bunbury desde El viaje a ninguna parte es que tienen una ratio de exigencia al oyente versus disfrute en la primera escucha un tanto alto, como si cada álbum fuera una montaña cada vez más empinada por subir y, después de hacer un esfuerzo inmenso, no hubiera cima, sino todavía una pendiente de subida. Como si el paraíso tan deseado no se alcanzara nunca y, después de una etapa, viniera otra. Y la culpa de ello la tiene el propio Enrique, que compite nada más y nada menos que contra él mismo y sus primeros discos en solitario. De ahí que, como reconocimiento a esos escaladores que todavía siguen en el camino, haya hecho una concesión a Flamingos con Ezequiel y todo el asunto del Big-Bang, no sólo por el falsete a lo San Cosme y San Damián, sino por esas atmósferas del cosmos que nos recuerdan a Mundo feliz y a Lady Blue. Y, por si fuera poco, glaseado todo de efectos que nos trasladan a aquellos años en los que veíamos Planeta Imaginario y escuchábamos la sintonía del Arabesque Nº1 de Isao Tomita.

Y, tras esas antenas que de nuevo Bunbury ha orientado para movernos en el tiempo, llegamos a la cúspide del disco, esa canción que escuchar sentado en el sofá, cogido de la mano de tu pareja y decirle “te quiero” en un millón de idiomas distintos: La gran estafa, donde la batería empata en protagonismo con el mejor estribillo del álbum, con Enrique cantando bonito y melódico, como si estuviera participando en el festival de San Remo, y en la que nosotros, como oyentes, nos sentimos como cuando de pequeños jugábamos al escondite y gritábamos “CASA”. Y es que precisamente a nuestras casas ha llegado este tema de los primeros, y con el vaho que se ha formado en los cristales no nos ha quedado otra que dibujar un corazón. Hay algo en ella que nos recuerda a Irremediablemente cotidiano, lo que siempre es bueno, y en donde el saxo, quizás, en este caso no encaje del todo, como las primeras chaquetas que te dejaba tu padre.

Bunbury, finalmente, concluye la misión con Tenías razón en todo, en la que caben infinitas interpretaciones, unas más evidentes colocándose en el terreno de lo sentimental, y otras más sarcásticas, en donde nos viene a decir que, por mucho que nos pase la mano por la espalda, al final él se mantiene siempre en el centro de algo imaginario en el que trata de no defraudarse, únicamente, a sí mismo. Y que no importa el camino elegido pues siempre empieza y acaba ante él. 

Con Curso de Levitación Intensivo estamos, por tanto, ante un disco complejo, lleno de letras que, lejos de buscar el enfrentamiento, son más bien una puerta abierta a la reflexión, como una puesta de sol para el pensamiento en las que, por momentos, parece que Enrique deja ver que ha perdido la ilusión en la relación con todo lo que le rodea y en las que la banda suena con la fuerza de un viento huracanado que, a buen seguro, va a hacer doblar el paraguas de más de uno en días de lluvia. En esta época en la que todo el mundo tiene un grupo de música o todo el mundo conoce a alguien que toca en un grupo, donde hay más gente haciendo música que escuchándola, curiosamente, nadie saca discos si no hay festivales. Y Bunbury ha sacado dos en medio año, algo por lo que deberíamos sentirnos agradecidos, pero con Enrique nos pasa que cuando más necesita que le digamos que lo queremos, que no tiene de lo que preocuparse, por un motivo u otro nunca se lo decimos. 

Un álbum, en cualquier caso, que no es tan oscuro como Expectativas o Posible (todo el mundo sabe que la oscuridad sólo consigue que las cosas resulten más difíciles de ver) sino que parece más bien pintado de un color aún no inventado en la naturaleza, en donde ni siquiera aparece el rencor. Porque una enfermedad puede parecer otra, y porque nunca se sabe quién hay detrás de todo. 

En definitiva, cuando pensábamos que el brazo de Bunbury no podía estirarse más, ahora va y nos acerca una maqueta construida en medio de la tormenta, en la resaca de un vendaval que le ha hecho plantearse si realmente no estará viviendo en una época en la que no encaja y, tras pasarse seguramente las noches encerrado intentado descifrar la luna, finalmente ha necesitado salir y dejar de respirar aire viciado. 

Dicen que nunca es buena señal encontrarte repetidas veces con alguien al que no esperas ver con tanta frecuencia. Y este año ya hemos visto a Bunbury dos veces cuando sólo lo esperábamos una. Y últimamente tenemos un problema con él: que sólo ha sacado dos discos en 2020 y que ya hemos escuchado hasta la saciedad los dos.

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