Only the echoes of my mind

Durante buena parte de mi trayectoria laboral me ha tocado trabajar en domingo. Lo que la mayoría de la gente oficinesca desconoce es que hay pocas cosas más gratas en esta vida que trabajar el día del señor a cambio de librar entre semana. Es la sensación más parecida que encontrarás en la realidad adulta a la que experimentaste en la época del instituto cuando hacías pellas. 

El domingo, en el sector servicios, curras a motor, sin demasiado entusiasmo, con el piloto automático de la desidia. Te dejas morir en domingo. Mientras, los customers van arrastrando los pies y deslizando pastosamente los ojos sobre los artículos, también sin importarles nada, ni nadie, ni ellos. Los domingos de trabajo son un vals de walking dead people. Un peaje muy barato que pagar por la libertad de librar un miércoles.

Porque tía, sales un miércoles a las diez de la mañana aquí en Madrid, en León, en Barcelona o en Estambul y te sientes la dueña del barrio: sea Aluche, la Chantría, Poblenou o Üsküdar. Posees cada tramo de calzada que pisas. La gente pasa junto a ti, yendo a algún lugar, con alguna misión o destino. A comprar el pan, al ginecólogo o al rezo. Pringaos. Tú no, tú solamente estás, eres. Te posee la canción Everybody is talking at me y levitas dos centímetros sobre el suelo, poderosa, libre, sin identidad. Alguien te pregunta: ¿Qué haces? Tú contestas: Soy. Y a ser posible te enciendes un piti después. Aunque no fumes; sólo por lo cool. 

Desde que trabajo en una oficina y libro los fines de semana, sé que he perdido la conexión con mi yo solitario y poético. Y a veces me invade la misma pulsión que me llevaba a pirarme la clase de gimnasia en el colegio de monjas. Y de repente me parece que el mundo laboral es eso, un tener que ir cada puto día a saltar el plinto delante de tus compañeros, que te miran macerando la carcajada contenida, esperando poder partirse el culo de ti cuando la cagues y se te esguince el coño por un mal gesto en el impulso. Y me viene el reflujo y sudo y me cago en Dios, pero vuelvo a madrugar y a ponerme el chándal. 

Si algún día tengo un protegido – paso de fetos – la primera lección de sabiduría que le proporcione será esa: el trabajo es como una clase de gimnasia a primera hora de un lunes y tú tienes examen de resistencia. Sí, de esos del pitido. Cada vez has de ir más rápido. Ayer, el médico te detectó un soplo, pero no lo dices porque sabes que si no te dejan hacer la prueba que hacen todos, tendrás que darle a la pelota contra una pared a dos metros como si fueses especial. Y no quieres ser especial en ese contexto. Así que corres. Corres que te matas. Se te va a salir el corazón de la boca de correr. Y lo vas a hacer cada día, a la misma hora, sin parar hasta que tu puto cuerpo aguante. 

Y tristemente, probablemente, miserablemente, también correrás en tu tiempo libre; en un sentido no figurado. También a ninguna parte, en un sentido literal.

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