Todo con Battiato es sueño

Todo con Battiato es un sueño. Todo en Battiato es un viaje.

Yo había huido de las tierras lejanas donde la identidad es un puñado de arena en verano, donde jabalíes blancos comen higos secos entre gatos tuertos, y los vecinos coleccionan esquelas y las noches son un refugio. Yo desde provincias que olían a playa tras las colinas, que esperaban bajo el amparo de cegadoras brumas en invierno, de huertos ignotos, voluptuosos, verdes y ácidos, había llegado por fin a la ciudad, como un nómada.

Tras algunos años llegué, como llega un sentimiento nuevo, llegué después de intermitencias en los caminos, de posadas más calurosas aún que las que me vieron nacer, dormí en antiguos reinos del Rey Lobo, comí  el fruto de los árboles altos de Tudemir, donde los ríos son la ley, porque la ley del desierto es el agua, como la ley del mar es el metal y alguien cantaba esas canciones en las viejas radios de mis tíos cuando fueron modernos. Yo bailaba, en la oscuridad, a veces chocaban mis brazos con la pared y tiraban algo, pero no dejaba de girar.

Todo con Battiato es un sueño. Todo en Battiato es viaje. Quién quiere la ciudad, me gritaban los ancianos labriegos desde sus sombras fresquísimas de anuncio de septiembre. Pero me fui, no se puede atrapar una caravana con un grito. No se puede contener una manada con una sola voz, si no es la voz correcta, aunque sea la voz del patrón, del amo, del dueño, del miedo. La caravana no se detiene, como no se detiene el camello ante el ojo de la aguja. Allá vamos. Pero en cambio esa ciudad que me anunciaban fiera y coraza, sí que me quería, los mayores, temerosos, no lo saben, la ciudad estaba allí, ha estado siempre, han cruzado mundos lejanísimos a través de sus ojos, de sus puertas centenarias, me quería la ciudad, la ciudad me quería allí, dentro de ella. Nos abrazaba y me invitaba a sitios. A bodas. A danzas clandestinas que vibran al son de instrumentos salvajes en bajos comerciales habilitados como templos para el sudor y la noche. Maldita seas de bonita, ciudad.

Mi casa primera era casi África. No África por una casualidad apenas. No Jerusalén ni Judea por simples diferencias de meridianos. Por viejas historias de errores cartográficos entre Mesopotamia, Nínive, Elam, quién sabe por qué, quién sabe cuándo y dónde, Battiato y yo otra vez en un sueño, en un viaje, coincidimos en una enorme barcaza al desembocar nuestros pies en las aguas del Tigris, allá, aquí, por extrañas coincidencias perdidas. Durmiendo sobre las almohadas de la tierra.

Así que estaba yo en esa nueva ciudad, apenas hacía unos meses. Haciendo todo lo que los antiguos papiros y papeles exigen al héroe si quiere encontrarse al final de su camino. Trenes de Tozeur trajeron al hijo de Parténope hasta mi ciudad, por sendas de hierro ardiente o por melodías de aire cálido mágico que soportan e intercambian pasajeros a través de la vieja Europa. Todo es viaje, ya sabéis, todo es sueño.

Yo iba con mis gafas de sol, para tener algo de carisma y sintomático misterio, no hay ningún otro motivo válido para mí. Era una época distinta a la de hoy, y que nunca antes existió, y yo me lancé a las calles y me dejé guiar por el animal que llevamos dentro, el que se toma los cafés, las cervezas, el que ama el ruido de afuera y el rugido interno. Y yo detrás de él, cepillando con mis zapatos nuevos las calles viejas de la villa y corte. Mínima moralia la mía. Entre mujeres que me dejaban acercarme, porque el animal, otra vez, ese que llevo dentro, las amaba, y nunca quería salir de su cueva, sagrada, eremita yo, ingenuo, feliz como un día magnífico en la vida de un agricultor ruso ante las temperaturas más elevadas de la estepa, las hierbas más frescas, los campos más verdes.

Así era yo el día que Franco Battiato, todo viaje, todo sueño, llegó al Circo Price a dar un concierto. Como derviche bajé calle Amparo, que era mi estancia, y mi morada, y me despedí de la espalda de alguien que respiraba fuerte y rítmica a mi lado, dejé las persianas bajadas mientras se apagaba afuera la luz y se incendiaban las luces. Ya dentro del teatro, todo era sueño, y viajes, y amigos que hacía años que solo veía en sueños, y amigos que vinieron en múltiples viajes, de múltiples reinos de hechizos, a ver al viejo músico del viejo mediterráneo.

Sentados, emocionados, ebrios, jodidamente drogados, nos buscamos las caras del patio a la platea, del gallinero a la entrada, nos reconocimos, nos sonreímos, bienvenidos al santuario, el sacrificio mágico y sublime, que nos iguala y nos eleva, estaba a punto de empezar. Yo me senté solo, pero me sentí acompañado por cada mirada. Honorables dueños de tiendas de discos de vinilo del reino nazarí de Granada, domadores de ondas de sonido de la montaña de la Alberca, todos amigos, todos compañeros, todos ojos contra ojos. Sentados. Cantando. Comenzaron las viejas palabras a sonar, las melodías a fluir. Lloré. Lloré cuando Franco Battiato cantó L’animale. Lloré como no sabía que podía llorar. Lloré con una alegría que abrazaba a mi pena, la sombra de mi identidad lloró conmigo, cantos lejanos arrullaron mi llanto. Y con los ojos acuosos, casi líquidos ya, miré a mis amigos en las butacas, buscándome el agua en la mirada, el agua, que es la ley del desierto, otra vez. Y lloró el dueño de la tienda de la anciana música, de bigote eslavo y profuso, cuando sonó La Cura, y el controlador aéreo de la música de multitudinarios festivales lloró con Nomadi. ¡Cómo no llorar!

Luego se comentó que entre el público había una joven reina. Una joven reina con su rey. Allí. Entre los pequeños campesinos de la vida. Y por eso, aunque lo supimos después, vigilaban nuestras lágrimas y exabruptos guardianes secretos entre la plebe. Una reina joven con su joven rey, y sus regios guardianes en guardia. Volvió al escenario Battiato tras decir que se iba. Mis amigos, es decir, cada una de las almas que brilló esa noche bajo el cielo raso y cerrado del Circo Price, bajaron corriendo para bailar torpemente con el maestro, para despedirlo con sus absurdos pasos, para realizar la danza iniciática de los brazos contrapesados y arítmicos. Todos corrimos para verlo lo más cerca posible, para bailar como él, para ser, con él, todos a la vez. Salté de mi asiento, brinqué una cerca de metal, salí corriendo como alma que lleva el diablo y pierde el autobús a través del patio de butacas, hacia él. En ese momento una mano firme me agarró del hombro y me giró. Me gritó palabras que no entendí, como ecos de danzas sufí. Me lanzó al suelo. Comenzó a sonar en el aire un centro de gravedad permanente mientras yo perdía el mío y caía hacia atrás, yo solo quería vernos danzar, de verdad, le dije al soldado.

Pero era tarde. Lo siguiente que recuerdo es que un señor muy gordo me arrastraba por el suelo entre las butacas, de un brazo, apretando fuerte mi muñeca, yo miraba hacia arriba sin entender que me estaban echando del templo por mi comportamiento indecente. Pero indecente para los guardianes de los reyes, no para mi maestro, no para Franco Battiato, porque con él todo es viaje. Con él todo es sueño. Perdí una chaqueta vaquera porque no me volvieron a dejar entrar. Les gritaba a los policías en la puerta para que me dejaran volver, solo quedaba una canción, una última posibilidad de simbiosis con mis correligionarios. Fue inútil. La policía que había en la puerta y los guardianes secretos de la joven reina y de su rey me dijeron que me iban a dar dos hostias. No quisieron entrar en esta larga poesía mía con mejores palabras. Me tomaron los datos y emitieron una denuncia que nunca llegó a mi casa.

Quiero creer que sigue volando por las calles de la ciudad, que la ciudad, con sus desvíos y despistes, permitió que esa multa nunca alcanzara mi buzón. Así me sacaron a golpes y arrastrando el culo por la moqueta del Circo Price el día que vi a Franco Battiato en directo por fin, porque todo es sueño. Porque todo es viaje. Así que buen viaje maestro. Nos vemos en otros sueños, me sigue usted debiendo, aunque no fuera su culpa, dos canciones, y una chaqueta vaquera. Nos reencarnaremos, no tenga duda.

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