Angelo de Abarán

Angelo. Se dice Án-lle-lo. No Án-je-lo. Ni An-jé-lo-. Angelo de Abarán. Y se escribe sin tilde. A lo americano. Angelo es un nombre. Abarán es un pueblo. Su pueblo. Y Angelo —con lle, con lle—, su nombre, el artístico. El de verdad es Ángel Jesús Carrillo Gil. Pero ellos no lo saben.

«Qué van a saber ellos, subnormales. Ellos no estaban allí». No estaban allí en 1974 cuando los Turcos aparecieron en Kyrenia—y les grita entonces muy fuerte desde la barra, apretando el Whisky con un dedo de agua: GILIPOOOOLLAS—. Pero él sí que estaba. Bañándose en la playa, ligando con las chipriotas, cantando con el conjunto Constelación en las costas del norte de la isla. «Qué isla. Qué chipriotas. Qué van a saber ellos, subnormales», y aprieta el vaso un poco más y se coloca un poco la goma que va de la máquina de oxígeno hasta su nariz.

— Angelo que nos conocemos— le dice Carmelo, el camarero y dueño, y le toca el brazo, apoyado en la barra del Bar Plaza, un día más. Angelo siempre lleva un traje blanco y unos zapatos que se compró para un concierto. Aún lo llaman a veces para las fiestas de Abarán. Él sabe que lo respetan, aquello de quedar quinto en Benidorm en el 82 no se olvida, pero los hijos de puta —¡suelta Carmelo, cojones, que no pasa nada!— los envidiosos, dice arrastrando muchos las dos últimas oes y eses, esos tampoco olvidan, porque en el programa dijeron que era él hijo de Benidorm y eso no lo olvidan. «Dijeron lo que tenían que decir porque yo llevaba allí cantando diez años, y otros diez que me quedaban».

—¡Cantando a lo grande, imbéciles!—les grita desde la barra apretando bien la b a los parroquianos que juegan al dominó y ven la tele sin volumen. «Qué van a saber ellos, allí en Benidorm me descubrió Hermida, con la tontería de que me parecía a Julio Iglesias, porque hacía el güea, pero eso lo hacía todo el mundo entonces, y Hermida me llevó a la tele».

—¡Gilipollas, ustedes, Hermida me llevó a la tele!, cuando la tele era la tele, sabéis— Y Carmelo ahora le menea el brazo y le chista y le dice: Ángel —¡que no me llames Ángel joder!—Angelo, vale, pero cálmate hombre, que vas a acabar en el contenedor otra vez.

—¡Estos y cuántos más, en el contenedor dice, esmirriaus, estiraus, soplaguindas, fantoches!—. Y consigue que cuatro se den la vuelta y un señor, que come marinera y dos cañas con su mujer, se gire y le diga que ha venido a tomarse algo tranquilo y no a aguantar tonterías. Y con la puntita de uno de los zapatos buenos, blancos también, de piel, toca Ángelo la maquinita del aire, que parece que tira regular hoy, sentado en su banqueta, y pone un gesto de asco y saca la lengua diciendo bah, qué sabréis vosotros.

—A mí pagaba por escucharme el Sha de Persia—y ahora en voz baja dice gilipollas, girándose hacia la barra de nuevo— el Sha de Persia, en Persia, allí compré estos zapatos, luego ya nos fuimos a Chipe y vinieron los turcos a por el Makario, y el lío, pero siempre cantando.

Angelo fue mancebo en la farmacia del que luego sería alcalde, y siempre iba con la banda de música, de muy niño, de un lado a otro, y empezó a tocar y a cantar, como todos, versiones de lo que llegaban, discos que traían las bandas ambulantes, y tenía algún sueño de también él, alguna vez, salir de allí, recorrer el mundo, vivir una vida de artista, lo que se decía, lo que contaban en los papeles y en las revistas, y entonces hicieron el conjunto Celeste. Eran unos cuantos de la banda de música municipal, pero les iba más el pop, el rock, la música moderna. ¡Los más modernos siempre!—y otra vez alza la voz pero hacia Carmelo, que está detrás de la barra, y sin insultar Angelo allí puede gritar lo que quiera porque está en casa—Hermida sí que hacía buena tele, eh Carmelo, ponme un dedito más, era un descubridor de talento nato, acuérdate de las “chicas Hermida”, pues a mí me llevo a Madrid—lo sé Ángelo, lo sé—lo sabes claro, a Torrespaña, porque te lo he contado yo lo sabes Carmelo, pero estos GI LI POLLAS— se relame las sílabas en la boca levantando la voz y girando la cabeza un cuarto de vuelta— de aquí, no lo saben y se piensan que soy un mindundi y tengo más clase que cien.

—Chist, Ángelo venga el último dedito que tienes que ir a cenar—Carmelo lo anuncia al tendido del bar para calmar y para que la gente sepa que después de un dedito lo lleva a casa. Carmelo lo guarda, lo quiere, lo soporta y lo admira, lo admira porque tiene sus discos de los 70 y sus canciones de los 80, de aquel LP que grabó en Nueva York y del que siempre presumía que estaba a punto de salir y luego nunca. Cómo decía Nueva York, con qué porte, y qué recuerdos, el día aquel que vinieron de Murcia a buscarlo a él para ser el cantante del grupo Constelación, qué orgullo de amigo, para llevarlo a Persia nada menos. Qué éxito, qué vida. Carmelo lo quería y lo cuidaba, y cuando llegaban las fiestas y lo contrataban, en parte por la fama, en parte por el personaje, Carmelo iba a casa y lo ayudaba a vestirse, porque ya estaba tan enfermo que no podía vestirse solo, y lo acompañaba al escenario, sin que los viera nadie, y lo dejaba frente a los tres escaloncitos de madera vieja con los que hacían el escenario, y ahí Ángelo se llenaba de brillo, sin saber cómo, y subía y cantaba, y si la gente no le hacía mucho caso, entre canción y canción, entre Manuela y Mi amor primero, le gritaba al público: SUBNORMALES; desde el micro, les decía que no sabían de música, que eran unos incultos, iletrados, pueblerinos, y entonces había que decirle a la banda que tocara más fuerte y hacerle señas para tranquilizarlo desde el lateral. Porque la gente del pueblo lo conocía, e iban más ya por el personaje y los gritos que por la fama, que desde el 82 ya no era tanta. Además, «qué iban a saber ellos», durante los veinte años viviendo en Benidorm, después de lo del Sha de Persia y lo de Chipre, cuando alguien de Abarán, o de cualquier pueblo cercano, iba a Benidorm, y preguntaba por Angelo, era recibido y cuidado por Angelo, y le hacía Angelo a cualquiera de cicerón y le enseñaba la ciudad y la noche y las bondades de las altas horas, y las inglesas, —¡y lo que haga falta, coño, que estamos entre amigos!—, pero en el pueblo preferían quedarse con la cantinela de que el presentador del Festival dijo: “Angelo, hijo de Benidorm”, y no hijo de Abarán, y eso no se les olvida a los idiotas. Y otra vez ha dicho idiotas en voz alta, pero esta vez con la cabeza y la mirada clavadas en vertical sobre el vaso con el dedito, y la barra de metal del bar la Plaza, donde le sirve Carmelo.

—Pensaba que eran cohetes, pero eran bombas, sabes Carmelo, allí en la playa, y eran los turcos, y cómo corríamos para todos lados con las inglesas, las hijas de los militares  británicos, que tenían allí bases, cómo corrimos todos cuando vimos que no eran fuegos artificiales.

—Madre mía. Qué susto, no Angelo.

—Bah, pero éramos valientes, hay que ser valiente siempre, ¡no como otros!—y otra vez voz alta y cuarto de giro atrás, y el señor con la señora ya se levanta y le dice te voy a meter dos hostias copón ya, Carmelo yo no aguanto al mierda este otra tontería eh. Y Carmelo los calma de alguna manera de manual de camarero viejo.

En la 7, la tele de la Región, están poniendo un zapping cutre donde prácticamente solo aparece Antonio, el presentador ese que era cantante y es la cara de todos los programas que se hacen desde que empezó la tele autonómica. Hace tres años, antes de que le pusieran la maquinita de oxígeno esa que arrastra por todos lados, con el último aliento no asistido, Angelo fue a los 7 Magníficos, un programa de esos de cantar, y lo ganó.

—¿No ganaste tú esa mierda?—, le dice alguien desde la mesa del dominó mientras Angelo aparece en pantalla, siempre de blanco, con su pelo para atrás engominado y su porte, su sonrisa, su estilo, y su mano en el bolsillo, por encima cuatro peldaños de la mierda de escenografía, y la mierda de sonido y la mierda de comentarios del Antonio gilipollas ese que no sabe nada del Sha ni de Chipre ni de Hermida ni de Benidorm. «Qué van a saber ellos».

—Qué vais a saber vosotros, gilipollas—esta vez se gira del todo en la banqueta hacia su público— claro que gané, eso era una mierda de programa, se va y se gana—se chulea en la frase— como en Benidorm, con clase, sin despeinarse, qué vais a saber vosotros, que no ganáis ni al chinchón, gualtrapas, con esta carita gané, con la carita esta de cantarle a la mujer del Sha, esa si era una mujer y no la birria esa que tienes ahí—y entonces Ángelo ha señalado directamente con el dedo índice, pero sin soltar el vaso, a la mujer del tío que se estaba enfadando.

Angelo ya no tenía fuerza para ir al programa, y eso que la tele le mandaba un coche para llevarlo, pero el doctor ya le había impuesto la máquina, y él le pidió por favor que esperara unas semanas para acabar el programa al menos.

 —Es un programa de mierda— le decía—, pero es lo último que voy a poder hacer— y lo dejó, y Carmelo lo ayudaba —y en fin, un último esfuerzo, doctor, ya qué más da. ¡Si sobreviví a los turcos!— le dice exagerando mucho.

Carmelo sale corriendo de la barra a sujetar al parroquiano, cuya mujer, recién ofendida, lanza un uhhh muy agudo de sorpresa y vergüenza respondido en cómica imitación por Angelo que todavía echa más leña al fuego. Carmelo sujeta al parroquiano por los dos brazos y le dice tranquilo yo lo llevo a su casa ya, y Angelo se incorpora en la banqueta haciendo más grititos: —¡uhhh uhhh uhhh SUBNORMALES!—, gritando al público imaginario frente a las tablas, a los parroquianos incultos, a las señoritas del pueblo, al Sha de Persia, a Makario a punto de ser derrocado por los turcos, a Jesús Hermida desde la mesa del fondo de la sala de fiestas más prestigiosa de Benidorm, al presentador del Festival, al jurado que lo dejó quinto, a Carmelo, al tonto ese de la 7, a la banda municipal, al alcalde que lo tuvo de mancebo en la farmacia.

Carmelo lo acompaña a casa, lo ayuda a desvestirse, a quitarse su traje blanco, por última vez, con cuidado con los tubitos de plástico de la máquina. Si no fue esa noche fue otra, qué más da el día. Angelo, con lle, nada de je, de Abarán, su pueblo, tiene todavía un gesto para Carmelo: le toca el brazo y sonríe, se recuesta en la cama, cada respiración es más complicada y esforzada.

—Parecían fuegos artificiales Carmelo, allí en la playa, pero eran misiles Carmelo, allí en Chipre, en el 74.

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