La inevitable perfección de la búsqueda

Las grandes revelaciones ocurren a menudo por razones mundanas. Al calentar mi taza en el microondas, un día fui consciente de lo absurdo que resultaba cambiar del 1 al 0 para marcar exactamente 1 minuto y 0 segundos. Comencé a calentar mi taza 1 minuto y 11 segundos. En este acto se me reveló la absurda obsesión del resto de humanos por los números redondos y nació mi férreo propósito de evitarlos. Mi alarma sonaba un día a las 7:38 y al siguiente a las 7:17 o a las 8:24. Pero después de un tiempo, esta costumbre se volvió insatisfactoria. Todos los números comenzaron a resultarme igualmente redondos y perfectos. Así, irremediablemente, fui empujado a la búsqueda de la imperfección.

Cuando la gente piensa en la imperfección a menudo piensan en errores, accidentes. Piensan en algo que no salió como había sido planeado. Pero a mí no me interesaba el azar. Yo buscaba la imperfección intencional.

Quién sabe por qué me dio a mí por ahí. En las noches de verano pienso que debió de ser la fecha en que nací. El 8 de octubre del 88. Protestarás, como protestan todos,        que octubre no es el octavo mes. A lo que respondo con dos argumentos. Primero, el acústico. Segundo, estarás de acuerdo en que no existe un número más antipáticamente redondo que el 10. Ni tan perfecto. El símbolo místico de los pitagóricos. 4+3+2+1… Tetractys! Esta fecha impulsó mi necesidad de romper todo lo liso y simétrico, mi atracción por las máquinas que se mueven sin un propósito útil, por las esculturas de formas alargadas y grotescas. El pájaro rompe el cascarón, el cascarón es el mundo…

En cualquier caso, mi primera idea en la búsqueda de la imperfección fue construir un puente que no condujera a ningún sitio. Llegaba a mitad del río y volvía. No a la mitad exacta por supuesto. Llegaba al 53.2% de la distancia que separaba las márgenes del río. El puente que retorna se convirtió en una de mis obras más celebradas. Me avergüenza admitir este error infantil. La perfección no tiene nada que ver con la utilidad. Son a menudo enemigas acérrimas.

Vi pasar muchos años y muchos intentos. Superficies rugosas, líneas quebradas, lo feo, lo absurdo, lo orgánico. Una carrera de éxitos impulsada por una vida de fracasos. Una obra perfecta. Tuve que rendirme. Fue necesario reconocer la imposibilidad de mi empresa para entender lo obvio. La imperfección es una ausencia. La respuesta siempre estuvo ahí, delante de mis ojos. Tan trivial como que ni siquiera tenga una palabra propia.

He aquí pues mi última obra. Una escultura a plena vista pero que nadie ve. Para ser más precisos, una escultura que todos ven pero que mientras la estás viendo no genera absolutamente ningún pensamiento y ningún recuerdo. La única obra que he conseguido esconder de la perfección.

Esta imperfección exquisita es igualmente frágil. La simple lectura de este texto podría lanzarla a su opuesto. La perfección absoluta como no la ha conocido el hombre hasta el momento.

¿Por qué entonces escribo estas líneas? Qué sé yo. Quizás su temporalidad rinda a esta obra aún más imperfecta.  O quizás sea sólo mi ego. Hubris. El primer pecado del hombre y su única virtud.

Pero has visto lo meticulosamente que he escondido esta confesión. Espero que al menos eso me redima. Espero también que el mechero funcione. La decisión es ahora tuya.

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