La Furgo Azul

Desde Zeus hasta ahora, creación y comercio, necesidad y ocio, todo, todo, todo acaba aquí. En este instante. Y es más, todo, todo, todo te lo puede traer Amazon.

El otro día iba de copiloto en un coche y adelantamos una furgo de Amazon. Tienen un azul perfecto. Es oscuro, vigoroso y decidido, corporativo sin atosigar y elegante como son elegantes prácticamente todos los azules. Pero no es un azul marino triste. Es un azul oscuro acogedor, con algo blandito dentro, firme como un ordenador portátil nuevo recién abierto, como un sofá a estrenar, pero con esa especie de ¿mullición? ¿mullidez? (¿qué caracteriza lo mullido, por dios?) “¿mullienda?”, no sé. Bueno que es fuerte pero cálido, como un novio de los años 50 con gabardina y sombrero en una tarde de lluvia en la que empieza a oscurecer. Y tú dentro de su abrazo, oliendo a Brumel pero poco, “me va a hacer un poco de daño, pero me va a gustar”. Tiene ese paternalismo un poco hard-porn el azul oscuro de la furgoneta de Amazon que estamos adelantando por la izquierda de manera totalmente ajustada al código de circulación.

Y en ese pensar en el color emerge de entre el caos la figura de ella, conduciendo la furgoneta de reparto, como una Virgen María en un rompimiento de gloria, mirando firme hacia el frente, concentrada en su labor de repartir alegría, como si los tres Reyes Magos hubieran usado su magia real para construir un hada negra con el pelo rizado que conduce caravanas azules a través de los desiertos y los cielos para repartir iphones, humidificadores, Alexas, y hacer mucho más feliz al mundo. Pareciera que han creado entre Papa Noel, el Ratoncito Pérez y el Conejo de Pascua una mujer perfecta, con el pelo de oscuro carbón dulce del que reciben los niños malos la noche del 5 de enero, los ojos verdes mirando al asfalto y al cielo, y unas manos delicadas y mate que cambian de marcha con la suavidad de quien agarra con curiosidad y picardía un falo por vez primera.

Prometeo creó al hombre y Zeus después, enfadado, le mandó a su hermano a Pandora conduciendo una furgona de Amazon. Dentro estaba todo, todo lo que existía.

Mientras la observo por el retrovisor fantaseo con un accidente múltiple y un gran incendio. En mi trágico sueño lúcido tenemos que parar en el arcén, y ella se detiene justo detrás. Como tenemos que intentar ayudar a los heridos le digo si lleva algo en la furgo que nos pueda servir, no sé, un extintor o algo, igual un humidificador que venga ya cargado de casa, qué sé yo. Me responde con una voz de frecuencias ultravioleta  “subimos y buscamos”. Y entonces los dos, sin confesarnos los nombres, abrimos las dos grandes puertas azules traseras y nos colamos en el paraíso. Siento que acabo de cruzar el umbral de la Puerta de Istar, y estoy acompañado de la diosa misma. La furgoneta parece muchísimo más amplia por dentro, está forrada de fayenza deslumbrante y cuelgan de su techo lámparas neo babilónicas y almohadones de seda traídos del palacio de Ebla. Los aromas de los humidificadores me recuerdan al incienso intenso que traían a través de la legendaria ruta de la seda y entiendo que el color de piel de mi diosa amazónica es en verdad más lejano y oriental, es casi Shiva o Vishnú, prácticamente Kali.

A esas alturas nos da igual todo, el color, los olores, el ruido, porque en verdad ya se nos ha olvidado el accidente múltiple que ruge allá afuera. Se nos ha olvidado el incendio catastrófico y nos miramos ambos en silencio el fuego nuestro de las córneas relucientes. He pisado un cuenco tibetano y el ruido nos ha dado risa. Antes de besarme me posa con delicadeza sobre cuatro cajas de Playstation 5 cubiertas con una manta eléctrica BasicsAmazon, y me posee con la fuerza de mil Gigaherzios y la velocidad de una memoria RAM descomunal. Le pido que vaya despacio, que quiero tener todo el tiempo, todos los objetos, todos los devices y cada actualización de su boca y de su piel, pero me dice que está trabajando, y me susurra al oído “estos Robot Roomba no se van a repartir solos”. Me pongo cachondo otra vez con su voz, pero pienso que realmente los Robot Roomba sí que podrían repartirse solos. Se lo digo y le hace gracia. Es tan perfecta que le hago gracia.

Pero tiene razón. Debe irse. Seguir. Sin mí. No vale mi alegría la felicidad del mundo, y la felicidad del mundo está en esa furgoneta, con la alegría mía, que la conduce. Me termina de hacer el amor mientras oímos las sirenas de las ambulancias y las explosiones de los tanques de combustible. Después me pide que salgamos de allí, y me recuerda que no me puede decir su nombre porque si supiera su nombre sería mía, porque en las culturas milenarias, conocer el nombre real de alguien es poseerlo, y no le permiten ser de nadie, y yo salgo extasiado a ver si han despejado la carretera, si mi colega sigue en el coche y si el mundo tiene todavía algún sentido para mí. Le susurro al despedirme, ¿qué vas a hacer, la carretera sigue cortada? Y ella me responde “tranquilo, no he parado por el accidente, he parado por ti”. Y acto seguido sube a su furgoneta azul perfecto y como arrastrada por renos invisibles sube hacia el cielo azul (azul peor) y surca las primeras estrellas de la tarde hacia el ocaso.

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