Venirse abajo

Aprendí el comportamiento que tenía la diarrea como fluido a los nueve años, ni demasiado pronto ni demasiado tarde; más líquida que un puré de patatas pero con más consistencia que un batido, por ejemplo.

El pobre Jose Pedro se descompuso en mitad de la clase de Conocimiento del Medio, valga la redundancia. Se vino abajo, dijo hasta aquí. Se vino abajo en silencio, solemne. Y yo aprendí que venirse abajo sin avisar, sin torcer el gesto, es como uno debe venirse abajo. Mi posición (un pupitre más atrás, en la fila de la derecha) me convirtió en el único espectador de lo que estaba ocurriendo en las sombras: un hilo acaramelado, brillante y nítido descendía como una colada de lava desde la pernera de su pantalón hasta la mochila, que se encontraba a sus pies debajo de la silla. La diarrea se acumuló sobre la mochila provocando a su vez nuevas y pequeñas cascadas fruto del desborde, las cuales generaron charquitos de caprichosas formas en el suelo. Podría decir que primeramente pensé que se trataba de un bote de pintura que se le había abierto dentro de la mochila, pero lo cierto es que no pensé nada; me quedé mirando el fluido, petrificado, con la cabeza vacía.

Es lo que ocurre cuando miras al terror a los ojos. Jose Pedro recibía bullying antes de que el bullying se llamara bullying: gafas de culo de vaso, parche en el ojo, obesidad, y un amaneramiento considerable. Tampoco tenía muchas luces, el pobre. Hubo un día en el que la señorita nos dio un folio en blanco para que nosotros lo convirtiéramos en una cuadrícula con una regla y un lápiz: muchas lines verticales y horizontales a la misma distancia entre ellas (se me escapa la finalidad de semejante tarea). El caso es que Jose Pedro comenzó a dibujar a mano alzada, prescindiendo de la regla, un cuadradito pegado a otro cuadradito y así llegó a completar dos o tres filas antes de que la señorita le quitara el lápiz de la mano de un manotazo. No sé si me explico.

De las víctimas sólo se dice lo bueno, de la misma manera que de los verdugos sólo se dice lo malo. Así que lo diré: Jose Pedro era insoportable. Caía mal a todo el mundo. Era altivo, desconfiado, soberbio y no desaprovechaba la oportunidad de cebarse con otro chico cuando ésta se diera. También él mismo solía acosar a otro pobre chaval, un auténtico desgraciado cuya cara he borrado (o nunca he guardado) pero imagínate cómo tenía que ser este otro que me produce una pena insoportable hablar siquiera de él. A veces los penúltimos son más crueles con los últimos que con los que segundos o los primeros.

Quiero pensar que ahora las cosas son de otra forma, pero en los noventa, cagarse en el colegio no era asunto baladí. Ir al baño a defecar era como irse a abortar a México. No hay una edad en la que la crueldad humana se manifieste tan desprejuizada y brutal, desde luego. No existía nada tan humillante como que te acusaran de haber hecho caca cuando volvías del baño; aunque fuera mentira, tal acusación tenía el poder de arruinar la carrera a chicos aspirantes a ser el más popular de su curso. Era tan terrible como si te pillaran con pornografía infantil. Aunque ahora que lo pienso, había algo peor: llegar al colegio tras haberte cortado el pelo.

Volviendo a lo que nos ocupa, Jose Pedro se rompió por dentro, se rindió. Dejó salir lo que había en su interior, sabiendo que a los chicos de nueve años les avergüenza expresarse de ese modo tan íntimo. Supongo que si hubiera sabido lo que era el suicidio, se habría suicidado nada más llegar a casa, pero no. Cuando la señorita detectó el olor y descubrió la fuga no dijo nada. Simplemente salió corriendo de clase y volvió a los dos minutos con el conserje, que traía unos trapos y una bolsa de plástico. Jose Pedro se mantuvo firme, con la mirada al frente, inmóvil como una estatua, mientras el resto de la clase gritaba presa del asco y del espanto; ni siquiera soltó el bolígrafo que tenía en la mano. El conserje cogió con dos dedos la mochila y la introdujo cuidadosamente en la bolsa. Mientras, la señorita, trataba a duras penas de mantener el orden entre los chicos, que estaban histéricos. Pusieron unos trapos en el suelo, el conserje cogió de la mano a Jose Pedro y éste se levantó como si fuera un destacado miembro de la realeza: orgulloso, serio, con la cabeza alta y respirando profundamente. Nunca había asistido a tal demostración de seguridad en uno mismo. No andaba, no. Desfilaba hacia la puerta de la mano de su lacayo. Antes de salir de la clase (habían llamado a sus padres para que lo recogieran) se detuvo un instante en el umbral de la puerta y nos dedicó una mirada de desprecio que nos enmudeció. Se vino arriba.

Me gustaría decir que a partir de aquel episodio se ganó el respeto de todos. Me gustaría muchísimo decirlo.

Compártelo