La primera vez que escuchamos hablar de Cuentas pendientes y el nuevo acercamiento de Bunbury a sonidos latinoamericanos que tanto había explorado en los inicios de su carrera en solitario, a más de uno se nos vino a la cabeza, por lo que sea, aquellas películas de los 80 protagonizadas por los niñatos de los Brat Pack, donde esas pandillas de mocosos enterraban objetos de recuerdo en pequeños cofres bajo tierra para que cien años después, a quien se le ocurriera escarbar en el bosque, los encontrara. Algo así debió pensar (y hacer) Enrique allá por 2005 para que él mismo localizara su propia cápsula del tiempo veinte años después. Seguramente fue una carta que se escribió, junto con una copia de El viaje a ninguna parte y, quién sabe, si hasta con el título del nuevo álbum. Como si, efectivamente, ya en el pasado supiera que dejaba algo a medias y tuviera que terminarlo en el futuro. Como si, de hecho, antes de ese pasado hubiera un pasado anterior donde le hubiera ocurrido algo parecido, pero esta vez no quisiera que acabara del mismo modo.
Llegados al tiempo presente, en esta época actual en la que el cielo pareciera estar cada vez más blanco, y donde los astronautas no se ponen de acuerdo en si se ven o no estrellas cuando suben a donde nos dicen que suben, Enrique se da una tregua a sí mismo en su lucha contra el pasado y decide abrir el armario de la ropa vieja. Y aunque las camisetas negras que tiene al fondo a la izquierda le siguen trayendo malos recuerdos y no piensa ponérselas (tampoco venderlas), ha decidido darle un último uso al traje blanco del medio y a su sombrero de copa con cartas de Groucho Marx que andaban acumulando polvo sin sentido. En realidad, que Bunbury haya vuelto a juntar al Huracán Ambulante no sorprende tanto. Todos, alguna vez, lo hemos deseado, lo que pasa es que fue hace tanto tiempo que ya no nos acordamos. Y aunque el final de la banda fue un rayajo en la mesa (que para el hombre no es nada, pero que para una hormiga es todo un precipicio), por suerte la ballena que se comió a aquel Bunbury cabaretero hace veinte años ahora lo ha escupido de nuevo (o él se ha escapado). También es cierto que cuando alguien enciende un fuego, siempre hay otro dispuesto a contar una historia. Y la caja celebración del aniversario de aquellos directos quizás haya sido la cerilla.
En cualquier caso, una vez escuchado el álbum en su conjunto, el sonido tiene más conexiones con otro de sus discos, Licenciado Cantinas. Y como la innovación aprende de la experiencia, Cuentas pendientes lo supera, al menos en emoción. Y es que a Enrique parece que le sienta bien todo lo que suena de Tijuana para abajo. Se le ve hasta en la cara. No hace falta más que echarle un vistazo a las fotos promocionales del disco, a las entrevistas concedidas y a los video-clips de los sencillos con ese filtro borroso color amarillo Valencia de película erótica de los 70, como para notarlo rejuvenecido, y aunque todavía hay muchos que lo prefieren cuando se deja el pelo más largo y viste con pantalones grises brillantes, él se siente más cómodo entre la bohemia, el tango, la bossa nova y, ya puestos, Emmanuelle. Ahora prefiere un acordeón a una guitarra. Llevamos demasiados años siguiéndolo como para saberlo, del mismo modo que uno sabe cuándo la persona que de vez en cuando nos deja dormir a su lado no está teniendo sueños agradables.
Precisamente, hablando de sueños, no es buen indicativo saber que no aguantas mucho tiempo dentro del sueño de otra persona, o casi peor, que esa persona al despertar no recuerde exactamente qué hacías en él. Y ese parece el hilo argumental de La hiedra, el único tema que, al igual que en Licenciado Cantinas, no es propio. Es, de hecho, una versión melódica de una canción de Alis (quien ya versionara al maño en San Cosme y San Damián) y compuesta a raíz de un estribillo de Alfredo González, luego, de alguna manera, Bunbury le ha querido hacer un guiño de ojos a todos esos magníficos cantautores españoles que tan buenos momentos nos han dejado y que a él tanto le emocionan. Y del mismo modo que ya ocurrió con aquella otra canción de título parecido que colaboró con Morti, nos vuelve a dar un latigazo al corazón. El precioso coro que se escucha en el minuto 1:30, y que luego repite en el minuto 2:10, nos dibuja inmediatamente una sonrisa en la cara, una sensación sólo comparable a cuando cruzas caminando un paso de cebra con el semáforo en rojo mientras los demás esperan pacientemente a que se ponga en verde, o cuando te enteras de que a tu mejor amigo le ha dejado la novia.
De cualquier forma, este nuevo álbum de Bunbury no mira hacia el folklore ibérico sino a Latinoamérica, donde él se siente tan cómodo, y ha vuelto allí del mismo modo que los montañeros saben que cuando uno se pierde entre acantilados en mitad de la niebla, siempre hay que asegurarse de oír el mar del mismo lado. Da la sensación de que hasta que Enrique no se sienta seguro con su voz y se atreva con grandes giras, prefiere no adentrarse más en el bosque y salir al camino desde donde pueda escuchar el mar. Y así ha optado por recuperar Loco -que ya cantó en su día con otro español, Pedro Guerra-, y que ahora ha interpretado con más sentimiento, incluso. Se trata de una canción de lluvia fina dedicada a un vagabundo donde nos dice: “Naufragios lentos del azar / descoloridos los pantalones de mil vidas / brújula perdida en alta mar”. Parece como si quisiera colgarse un collar de diente de coyote y bailar danzas ancestrales con la tribu de los pies negros para ahuyentar los espíritus de vidas anteriores.
Y esos espíritus no son otros que los fantasmas de su pasado. Hace poco leía en algún sitio que alguien le preguntaba a Enrique que qué pensaría el Bunbury que empezaba del que es ahora, y aunque no recuerdo su contestación, estoy convencido de que esa cuestión, en realidad, no tiene respuesta, pues el maño ha llegado más lejos de lo que jamás hubiera imaginado, tanto que ahora mismo se encuentra en un sitio que ni siquiera suponía que existía. Es más, diría que es otra persona totalmente distinta a aquella. Y es que es muy difícil vivir con una sombra que tiene forma de H. Y, además, me da la sensación de que para Enrique, las canciones de Héroes del Silencio son sólo viejas historias que alguna vez alguien contará a sus nietos, y que ese alguien no será él. Pero los cocodrilos siempre esconden su comida, y posiblemente no hay un solo hueso en su cuerpo que no haya pensado en algún momento de su vida en dar un último concierto con los muchachos. Y, aunque él mismo le daba no hace mucho más de un 0.1% de posibilidad al regreso de la banda, los seguidores aún se aferran a los márgenes de error que dan las estadísticas. Hasta entonces, la única manera que encontramos de verlos sobre un escenario es cuando dormimos. Quizás, porque aquellas canciones sean lo único que no queremos olvidar de nuestra adolescencia. Es posible que todo el problema se reduzca a que cuando anunciaron su separación, ninguno de nosotros tuviéramos desarrollados los anticuerpos, y quizás por eso ya vaya siendo hora de dejar de imaginarnos un final distinto al que ocurrió, pero lo cierto es que hay tantos deseos como estrellas.
Hecho este receso para aclarar que no hay en este álbum guitarras que silben como el The division bell de Pink Floyd, volvemos a Cuentas Pendientes. Si Loco era una canción de lluvia fina, Te puedes a todo acostumbrar es de viento racheado. Aquí, Enrique deja claro que no busca turistas de Spotify, y nos cita al gran Ennio Morricone, lo que deja claro que se encuentra en la huella acertada. Musicalmente me recuerda en algo a El solitario, de Licenciado Cantinas, y a Plano Secuencia, de Palosanto, con un estribillo pegadizo que suena a Juanes, y en donde nos cita a Salinger y su Guardián entre el centeno. Un tema que convendría resaltar con un subrayador de color amarillo y en el que pareciera que Enrique nos esté dando las respuestas antes de que nosotros le formulemos las preguntas. Efectivamente, habrá que ir acostumbrándose incluso a lo peor.
Dejando sentimentalismos aparte (bastante lloramos ya por Val Kilmer), Cuentas pendientes es un disco sin patio trasero. Todas las canciones tienen un porqué. No nos da la sensación de que haya ninguna de relleno (tal vez, porque son pocas). En los textos, además, volvemos a encontrar rimas, algo en lo que verdaderamente no se estaba prodigando Enrique mucho últimamente. Esto lo observamos claramente en el single con el que dio a conocer el álbum, Para llegar hasta aquí, donde nuevamente ha hecho sentir a mucha gente que su voz es la única que quieren escuchar. Se trata de un tema en el que, al igual que Big Bang de Radical Sonora, apuesta por darle la vuelta al pasado y abrazar las posibilidades que traen los nuevos comienzos. Eso sí, mientras que en su debut en solitario lo hacía a base de loops electrónicos, aquí lo hace a ritmo de tango. Y eso es algo a lo que ya nos tiene acostumbrados. Bunbury es en sí mismo un vector de fuerza que apunta siempre en una única dirección, que normalmente es la contraria a la que le corresponde a la época en la que vive y a la que sus seguidores esperan. Muchos desearían que orientara su radar musical al centro y norte de Europa de Phoenix, Far Caspian o The Radio Dept., y que explorara el Dream pop, o el Bedroom Lo-Fi, o incluso a bandas americanas tan potentes como los Strokes o Foo Fighters antes que a las rancheras y al vals criollo, pero Bunbury no va de eso. De hecho, cuando levanta la vista, ya ni siquiera mira el cielo.
Por otra parte, los que crecimos en un tiempo en el que sólo había algo que odiáramos más que el DJ del bar nos pusiera una canción que no nos gustara, y es que el DJ saltara esa misma canción a medias, todavía no nos habituamos a escuchar tantos singles del disco antes de su lanzamiento. Es como entrar al cine sabiendo el final de Seven o El sexto sentido. Y es que, inmediatamente, Enrique nos presentó Las chingadas ganas de llorar, y yo no dejaba de pensar en Revenge, aquella película en la que Kevin Costner, interpretando al desagradecido piloto de combate Jay Cochran, seducía a la preciosa Madeleine Stowe entre partiditas de tenis y vasos de limonada ante la mirada celosa (y con razón) de Anthony Quinn. Durante los pocos más de tres minutos que dura la canción, me imaginaba constantemente a Tiburón Méndez en su finca haciendo tratos sucios con sus matones, mientras Bunbury y su banda tocaban de fondo para ellos, y Cochran bailaba a escondidas con Miryea susurrándole vete tú a saber qué cosas al oído. Pero más allá de su extraño título y de que veamos esta canción como banda sonora de películas de narcotraficantes, lo cierto es que nos gusta tanto la melodía que ahora echamos de menos que no haya en el diccionario una expresión entre el te quiero y el te amo para decírsela a esa persona por la que creímos desmayarnos al verla por primera vez, pero a la que ahora otro le enciende los cigarrillos por la noche.
Siguiendo la línea rítmica del disco (y para mayor frustración de los que queremos descubrir los temas una vez publicado el disco), nos encontramos con otro de los sencillos, Serpiente, una oda a ir de frente contra aquellos que sólo saben ir de espaldas (todo el mundo sabe que no hay barcos sin ratas y que alguna pegatina siempre queda mal despegada de una maleta). El problema para los críticos es que Enrique ha encontrado la salida del laberinto a la primera, como si desordenando su propio desorden hubiera sido capaz de adivinar a qué altura están las estrellas y supiera que no es a la que no han contado. Y como casi todo lo que después termina escuchándose en los discos de música, primero sucede en los álbumes de Bunbury, apuesto a que más pronto que tarde, esos grupos indies que tanto tocan en festivales incorporarán rumbas a sus melodías. Se trata de un tema magníficamente interpretado, y eso nos lleva a pensar que Bunbury se toma a sí mismo demasiado en serio cada vez que entra a un estudio de grabación. Por eso, cuando escuchamos sus álbumes, nuestra mente se pierde en su propio mundo. Y si encima nos cita a Los Lobos como referente, nosotros pensamos en Lou Diamond Phillips y en la melodía de Alan Silvestri cuando Chavez ve llegar el espíritu del caballo blanco en Intrépidos forajidos.
Y esto nos hace plantearnos algo en lo que hasta ahora no habíamos reparado. Hace tanto tiempo que escuchamos a Bunbury que ya no tenemos ningún recuerdo en el que no esté él. Quizás por eso, en su afán por no convertirse en un tributo de sí mismo, a veces pareciera que se haya visto traicionado por dos frentes a la vez: sus recuerdos y su destino, como si se tratase de una de esas estrategias militares que se llevaban a cabo en la II Guerra Mundial, con la diferencia de que aquí es Enrique quien se ha aplicado la pinza a sí mismo. Supongo que al final es el precio a pagar por querer pensar fuera de la caja (“think out of the box”, como dicen en las empresas), pero también es cierto que cuando se tiende al infinito, todas las posibilidades se cumplen.
Hacia el final del disco nos encontramos con una de esas joyas que, como muchas otras, pasarán desapercibidas en su carrera: Como una sombra, una canción de despedida que habla del universo B de las cosas, y en donde la cara visible de la luna parece brillar más que nunca (la cara oculta todavía no la ha visto nadie -ni la va a ver jamás-). Y es que, para muchos de nosotros, la luna sólo sale cuando Enrique canta canciones tristes. La letra empieza fuerte: “Todo lo que no nos dijimos / vimos pasar el tiempo / como si no se fuera a acabar”. Ciertamente, es un texto que duele y una llamada, quizás, a no esperar a decir lo que sentimos a cuando hemos de hacerlo depositando a la vez un ramo de flores sobre un trozo de mármol. O como cuando escuchamos a esas parejas de enamorados intercambiarse anécdotas que debían haberse contado mucho antes, y después se despiden y se van sin ni siquiera girarse (o casi peor, girándose a destiempo). Y esa tristeza es igual para todos, incluso para alguien como Bunbury, que, aunque dejara de ser músico para convertirse en leyenda prácticamente desde el primer disco de su carrera, tampoco es capaz de leer palabras en los sueños.
El mito, en cualquier caso, no lo humanizamos nosotros. Lo hace él solo en temas como Saliendo del arrabal: “Todas las horas hieren / es la última la que mata / te pones primero una máscara / que luego te cuesta quitar”. Otro balazo certero al corazón. Luego nos dice: “Tomamos grandes decisiones / y dimos pequeños pasos / entre la compasión y el rechazo”. Y continúa con: “Ardimos para iluminar / el camino en la oscuridad”. Y es que, para muchos, ya no hay estrellas en el cielo de Bunbury, o, al menos, no tantas como antes. Pero sí que las hay. Lo único es que no siempre se ven.
Y así encontramos a Enrique como esos presos de larga duración que acaban estudiando una carrera en las cárceles y terminan defendiéndose a sí mismos en los juicios, con la salvedad de que él ni siquiera pide su defensa. Mientras la mayoría de artistas se dejan construir por las reglas que rodean a la industria musical, él construye. Mientras otros reportan noticias, él las crea. Pero eso no hay quien lo ve así y piensa que, en realidad, se ha quedado atrapado en el bajo astral -ese plano donde dicen que habitan las almas en pena-. Lo que no saben es que ha ido por decisión propia. Bunbury nunca ha querido trascender y se siente cómodo allí abajo entre esas energías, en teoría negativas, que a él tanto le liberan. Y Cuentas pendientes pareciera precisamente como si ese consejo de almas que realiza la revisión de vida de acuerdo al contrato que dicen que todos firmamos antes de aparecer por aquí, hubiera decidido que Licenciado Cantinas tenía colgado un perdón aún por acabar. Pero me da que, bien en la baja o bien en la alta frecuencia, el próximo paso del maño va a dejar descolocado a más de uno. Porque ya nos lo dijo él hace mucho tiempo: “No hay nada para siempre”. O, lo que es lo mismo, nada es siempre y nada es nunca. Y en ese rango entre el todo y la nada, pueden pasar muchas cosas, como descubrir, por ejemplo, si quien gira finalmente es la Tierra o es el Sol. Porque al igual que toda esa new age que abraza corrientes modernas de pensamiento, Enrique puede estar equivocado en según qué cosas (y según quién), pero al menos es auténtico.
Dejando la espiritualidad y la cosmología aparte (todo el mundo sabe que dos personas no pueden ver el mismo fantasma y a la vez), llegamos al cierre físico del álbum con El baile de los disfraces y la tentación, un tema autobiográfico que resume su trayectoria para llegar hasta aquí y que abrocha perfectamente el final con el inicio del disco. Enrique se marca un doble seis para completar el álbum, y nos canta: “No alcanzo a ver todavía el final / pero ya falta menos / puedo diferenciar”, y sin embargo lo hace de manera optimista, como si el caos que para muchos significa desorden, para él fuera posibilidad. Ciertamente, Bunbury se siente en paz con sus motivos. Ahora hasta sonríe en las entrevistas.
Y si él sonríe, nosotros también lo hacemos. Y así, con todos contentos, alcanzamos el final de Cuentas pendientes. Mientras que las nuevas bandas se abrazan a la inteligencia artificial para ayudar en las creaciones (aunque de momento sólo sirva para hacer dibujos de juguete), Enrique apuesta por lo orgánico, como si supiera que el futuro de la música estuviera en el pasado. Y por eso pareciera que años atrás se hubiera mandado un mensaje intertemporal en una botella para saldar algunos pagos atrasados y poner otra pieza más en el puzzle, dejando muy a la izquierda un hueco para esa ficha de cuatro caras que tiene en el bolsillo. Y aunque muchos piensan que ya ha pasado mucho tiempo, en realidad nadie es capaz de medir cuánto es demasiado.
Y a nosotros sólo nos queda resignarnos al hecho de que su próximo disco queda ya muy lejos. Y quién sabe si antes incluso vendrá otra gira de conciertos. Ahora que prefiere fechas contadas, es posible que sea una puesta en directo de pocos shows con Bushido, o tal vez, escuchando cómo acaba la canción que precisamente da título al álbum, Cuentas pendientes, y cuya conclusión tanto recuerda al de La Fin (y que a mí me encaja más como cierre), nos haya puesto la pista enfrente de nuestros ojos desde el principio, como en aquellos capítulos de Se ha escrito un crimen donde no había quien engañara a la cascarrabias de Jessica Fletcher. Nos canta: “Un fugitivo de cuerpo presente / me dejé la sangre en baladas / siempre he sido tu amante más fiel”, y al escucharlo, nuevamente nuestro cuerpo va por un lado y nuestra imaginación por el otro, y nos lleva a pensar en esos pequeños escritores a los que de cuando en cuando invitan a quedarse en una casa, y aprovechan que la dueña está dormida para levantarse a escondidas de la cama y registrar el salón para ver tiene su libro en las estanterías y ha subrayado las frases que claramente se han escrito para ella.
Entre tanto, imaginarnos felices sabiendo que Enrique aún nos ilumina con su luz negra, ocupará gran parte de nuestro tiempo. Porque a veces hay que esperar a que se terminen las letras para desvelar el misterio. Y porque para dejar de escuchar los pasos del monstruo que sube por las escaleras cada vez que dormimos, ahora que Bunbury ha sacado disco nuevo, nos basta con darle a un botón.
Y pa-ra-bam-bam-bam.