Blue

Recuerdo la época de escuchar a Dylan sin parar. De sus discos, hay uno maravilloso que (seguro) has escuchado mil veces: Blood on the Tracks. De hecho, una de las primeras canciones que aprendí con la guitarra (qué cosas) fue Tangled up in Blue. Tenía 15 años y, por aquel entonces, estudiaba en Tulsa, Oklahoma. Donde la famosa canción country de Don Williams que conoces por la versión de Clapton. Pues sí: Livin’ on Tulsa time. Entonces, decía, descubrí que el título de la canción del amigo Zimmerman, en el fondo, no hablaba de un color. Ni siquiera de la tristeza. Resulta que el enredo del amigo de Duluth era otro; había estado escuchando en bucle este disco Joni Mitchell. Hasta en mi primer libro, la importancia de Blue es básica para el desarrollo de la trama. No es broma. Pero no: la idea no es ni hablar ahora de Dylan ni mucho menos de mi libro, sino de esta obra maestra que este año cumple medio siglo. 

El cuarto disco de la canadiense Roberta Joan Anderson (así se llama) es, y creo que no exagero, uno de los diez álbumes más importantes del siglo XX. No soy muy fan de las listas, pero entiendo perfectamente por qué Blue está siempre tan arriba. Hoy lo he vuelto a escuchar (una vez más) y me reafirmo. Es más: subo la apuesta: no de los diez, de los cinco mejores. Y no sería el único disco de ella en la lista, por cierto.

Toca viajar a los años sesenta. En los garitos del Greenwich Village neoyorquino hay una pintora canadiense de la que todo el mundo habla. La forma que tiene de componer, de cantar, de tocar (y hasta de afinar la guitarra) es única. David Crosby se enamora de ella (literalmente) y se la lleva a Los Ángeles. Todo el mundo alucina con esta mujer. Normal. Su nueva familia californiana la formarán los componentes del nuevo grupo del guitarrista bigotudo de los Byrds. Nuestro equivalente a Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán. Recuerdo: David Crosby, Stephen Stills, su compatriota Neil Young y un tipo inglés que dejó a los Hollies para unirse a ellos. Y a Joni Mitchell, especialmente. El amigo Graham Nash. (Pronúnciese gre’em, ya que estoy). Así es. ¿Recuerdan su maravillosa canción de Our house con aquellos gatos en el patio, la chimenea encendida, las flores en el jarrón y el mítico lalalá del final? Pues esa era la casa de Laurel Canyon donde vivía Nash con una (entonces) veinteañera Joni Mitchell. 

Tras dos discos magníficos, en 1970 (tras la resaca de Woodstock) llegó uno que rompió con todos los esquemas: Ladies of the Canyon, el gran disco que captó la esencia del mítico lugar angelino de drogas, sexo y mucho folk. Eso sí: el éxito (y vivir en Los Ángeles rodeada de la farándula musical) no cuadraba mucho con la idea que tenía la amiga canadiense. Se cansó pronto de pintar la mona, vaya. Tanto fue así, que lo dejó todo y se fue lejos. Bastante. En concreto, al epicentro mitológico (con rapto incluido) de la vieja Europa: la isla de Matala. O Mátala, que esa es otra. En Creta, vaya. Allí acabó viviendo una temporada en una de las cuevas neolíticas de la Playa Roja, la meca de los jipis de aquellos años. Tras unos meses de experimentación, amor libre y contracultura pacífica, Joni Mitchell se da cuenta de que ese tampoco es su sitio. Con parada técnica en París y Formentera (allí compone California), decide que quizá sea tiempo de volver al Estado Dorado. 

Así comienza este viaje autobiográfico con All I Want. Y lo primero que uno escucha no es una guitarra acústica (es lo que esperaría de la, probablemente, mejor instrumentista de todos los tiempos), sino un salterio. Un dulcémele de los Apalaches, en particular. Ahí es nada. Mitchell, sentada y pensativa, rasga los primeros acordes de esta especie de laúd medieval que se toca sobre las piernas (Ben Harper lo puso de moda mucho después) y nos recuerda que I am on a lonely road and I am traveling, traveling, traveling… y, lo más importante, looking for the key to set me free. Y esa llave liberadora que busca esta viajera incansable no está fuera. Está dentro de ella. De ahí que cuente sus propias experiencias (su gran tema siempre ha sido la incompatibilidad entre la vida conyugal y la artística) y, con esa fragilidad poética tan suya, nos recuerda que quiere pertenecer a los vivos, y que, aunque esté en Creta, a ella nadie la ha raptado y está harta de los caprichos masculinos; debe romper esa inercia contradictoria y applause, applause; life is our cause. Si algo ha aprendido de su retiro post-beatnik, evidentemente, es que el amor es infinitivo y se presenta de múltiples maneras, ¿no? 

En la segunda canción, My Old Man, con los agudos imposibles de su voz afinadísima y un piano con una progresión mágica combinando acordes de re y la mayor, Mitchell arranca su particular hara-kiri lírico. Basta ya de abstracción: ¿por qué no hablar sobre el dolor desde una misma y con lo que tiene más a mano? Eso sí: con las pinceladas justas, al estilo japonés del sumi-e. del Dicho y hecho. Tras dos años de vivir como pareja libre, Nash cometió un error de libro, si entendemos el contexto: le pidió matrimonio. ¡Que soy muy joven y estoy en los setenta, Graham! Además, ya estuve casada y fue un desastre, le debió decir. We don’t need no piece of paper from the city hall. Más claro, imposible. Mi camino es otro, lejos de la burocracia, debió pensar, y así lo dice (tal cual) en esta durísima declaración en la que, aunque Graham sea el acorde más cálido que haya escuchado nunca, keeping us tied and true, no, my old man. Con una armonía de libro (o de cuadro, en su caso), escuchamos un puente (entre las estrofas y el estribillo) que ya quisiera para sí cualquier músico; el momento de bajada cuando dice lo de but when she’s gone es de otra galaxia. (Si hay músicos en la sala, es justo cuando baja medio tono y clava un la bemol mayor con la séptima de regalo). Y ya nos preparamos para el desgarro total y confesional del tercer tema. 

Con la guitarra con afinación alternativa (Mitchell cuenta con cerca de cincuenta afinaciones propias) escuchamos los célebres acordes de Little Green. Donde podría haber cierta esperanza (lo que tiene el verde simbólico de esta canción), encontramos una historia demoledora en la tonalidad de si. Mitchell nos recuerda que, con apenas dieciocho años, tuvo una hija de ojos azules, nacida con la Luna en Cáncer (de la gente más sensible y melancólica, dicen) y la dejó en adopción; no se vio capaz de criarla, el padre no dijo ni pío y el ambiente de la tradicional Saskatoon (la ciudad canadiense donde vivía) no fue de gran ayuda. A pesar de todo, se recuerda a sí misma, que You’re sad and you’re sorry, but you’re not ashamed. Lo siente, pero no se avergüenza. Firma los papeles (esta vez sí) para la nueva familia (eso escuchas con su fraseo de voz acuática tan genuino de, curiosamente, una fumadora compulsiva desde muy pequeña) y confía en que su hija, verde como las auroras boreales de Canadá, sí que tuvo (en secreto) un final feliz. Y, de pronto, la metáfora floral que la recibirá cuando vaya a la escuela: habrá crocuses to bring to school tomorrow. Azafranes, precisamente, cuando vaya a la escuela: las flores mitológicas de un solo día de vida. Tremendo. 

Así, llegamos a la cuarta canción-cuadro de este disco: Carey. Dedicada a un tipo que conoció en Matala. O Mátala, según. Una borrachera a base de raki y, al día siguiente, se despertó en la cueva donde vivía un señor estrafalario que la recibió con turbante y bastón en mano. Allí estuvo unos meses viviendo en la comuna jipi con Cary Raditz, que es el Mean Old Daddy, con una vocal perdida, en esta canción de letra cubista. (Aquí escuchamos la que quedó en llamarse afinación Matala, por cierto). Entramos en el mítico Mermaid Café de una isla por la que pasó gente como Joan Baez, Bob Dylan, Cat Stevens, George Harrison y Janis Joplin, entre otros. Y una botella de vino que será el motivo principal del gran tema que vendrá después. Entre los vientos africanos que agitan los tamariscos y las aguas transparentes, recuerda con su dulcémele aquellos meses donde fue feliz entre fragancias de pintura, salitre y coloninas francesas, pero, como era de esperar, todo acabó desmadrándose… y fragmentándose. Y así, beneath the Matala Moon, donde la noche es un lienzo de Van Gogh (es una cúpula estrellada), ella sueña con irse a Ámsterdam o a Roma. Y no solo porque sea pintora. Y bajo un grito (con coro de ninfas de Aviñón incluido) que lo resume todo: Oh Carey get out your cane. Basta ya de bastones de mando, pues. 

Rota, frágil y vulnerable, pero con una sensibilidad visionaria, nos despedimos de la isla en Blue, el quinto tema que da (justo en su centro) título al disco. Volvemos al piano y escuchamos un si bemol. (Las tonalidades aquí, por si alguien se lo pregunta, no son caprichosas). Aunque no está claro, todo apunta a que la historia tiene que ver con David Blue, amigo y amante de Mitchell durante aquellos meses en la comuna. El apellido, de todas formas, le viene como anillo al dedo. (Si aceptamos el símil, que puede que no sea el más acertado en su caso. Lo sé). Aquí se da cuenta de que la canciones son como tatuajes y sabe que el tiempo y el espacio se funden (y ya adelanta una nueva forma de escribir: la que tanto gustó a Dylan), entre acid, booze, and ass, needles, guns, and grass y (esto lo dice, paradójicamente, con la voz a punto de quebrarse) lots of laughs. Esas risas son infernales, la sensación (técnicamente) es de estar ante un cuadro cubista de Picasso, y algo nos queda claro: la imposibilidad de retener nada. Mitchell es capaz de darle la vuelta a la isla con cada tecla del piano y escribir una canción de cuna brumosa (a foggy lullaby, dice), porque quizá ya ha encontrado lo que buscaba: a sí misma. De ahí que, justo en la mitad del disco, comience el regreso. 

La segunda mitad del disco arranca con California. Y más que darle la vuelta al vinilo, parece que tuviéramos ahora en nuestra manos el anverso de un cuadro de Braque. Volvemos al dulcémele y escuchamos a James Taylor a la guitarra. Sentada en un parque de París, recuerda su retiro cretense y al viejo Cary, que ahora es un paleto, y ya sabe que that was just a dream some of us had. Un sueño, sí. Ahora toca volver a casa.  Sabe que allí también hizo las tonterías que tocaba. En California, digo. Por ejemplo, besarse con un policía (les llamaban cerdos por algo) de Sunset Trip. De ahí el misterioso verso de I’ll even kiss a Sunset pig. Desde Formentera, lee las noticias (el mundo, como siempre, está hecho un desastre), acude a una fiesta y escribe un telegrama a Nash (si aprietas la arena con el puño, se desvanecerá entre los dedos: eso le mandó) y esta canción que retocará en el avión de vuelta a Los Ángeles. Y una pregunta crucial: Oh will you take me as I am? La que vuelve es diferente y lo que trae bajo el brazo será un disco durísimo, pero maravilloso. En otras palabras: ¿dejaré de ser la chica rubia de Laurel Canyon de la que todos están enamorados? No soy la retratada; soy la retratista, parece querer decirnos. Empujada a mitad de canción por el pedal steel de Sneaky Pete Kleinos y la percusión de Russ Kunkell (lo has escuchado con Dylan, Carole King y Neil Young), parece que la decisión está tomada. Una reina sin rey, como cantaría ese año Jimmy Page, que toca la guitarra y canta with love in her eyes and flowers in her hair y la, la, la, la, la… Sí. Ese mismo año (1971) Led Zeppelin le dedicó su mítica Going to California. No está mal, ¿no?

La séptima canción no podía ser otra que This Flight Tonight. Por muchas razones. Primero, por la historia que nos cuenta: hacía falta un vuelo de regreso y, a ser posible, nocturno. Y segundo, y aquí lo de los vinilos es importante (de verdad), porque este tema es la Cara B de Carey. El surco de la séptima canción coincide en el reverso con la cuarta. En Blue son cinco por cara y, si uno las enfrenta (y esto no es broma), ve cómo funciona el diálogo entre las propias canciones. California con Blue, River con Little Green, y así todas. Afinación abierta (aérea y turbulenta) en la bemol (con la segunda cuerda vibrando en do) y una letra, aparentemente sencilla, pero que hace lo más difícil: trascender la cotidianidad. Vasito de champán, auriculares, mirada atenta por la ventana del avión y dudar, por un instante, de si fue o no buena idea volver. Arriba, el cielo. Abajo, la ciudad. Y una estrella fugaz que arde sobre un desierto marciano de Las Vegas. Estrellas sacadas de lienzos postimpresionistas que brillan y el coro jipi de antes nos recuerda lo importante: Love is blind. Pues eso. Que el amor es un tema muy delicado. Mucho.

Volemos al piano y a, probablemente, la pista más conocida de este disco: River. Llega la Navidad a California con toda la parafernalia consumista, los villancicos y la tala de árboles tradicional, pero falta la nieve y un deseo que está en el título: I wish I had a river so long. Por muchas razones, pero una básica: para que vuelen los pies. ¿Algo que decir, Frida Kahlo? Recuerda a su hija (I made my baby cry) y solo piensa en salir de allí otra vez y patinar metafóricamente por ese río (el de su vida), lejos de los escenarios y las psicodelia de aquella época, con un elegantísimo remate musical donde la melancolía y la genialidad se dan felizmente la mano. Si alguien se pregunta por qué es tan especial Joni Mitchell, tal vez esta canción sea un buen ejemplo. ¿Por qué hacer cancionesvalle donde vas soltando en las estrofas los chorros de la letra con la misma estructura? Aquí las melodías se inventan, ajustan las velocidades y el fraseo, vidrioso y delicado, recorre (y alimenta) la armonía de otra forma. Con pasos fauvistas, si pensamos en pintura. Como en La danza de Matisse, vamos. Aquí es como si alguien patinara descalzo (si es que es posible) sobre un río helado y no se parara nunca. Así son sus letras. Y su voz. Y su música. 

No recuerdo la primera vez que escuché este disco, pero me debí preguntar si era posible escuchar algo todavía más potente después de River. Y sí. La penúltima canción es, quizá, mi favorita de todos los tiempos: A case of you. Los quince segundos de la intro con el dulcémele valen ya por una canción. Y cuando empieza a cantar, uno se pregunta cómo es posible componer así. ¿Cuando se acabó lo nuestro me dijiste que I am as constant as a northern star? Pues bien, en mi oscuridad, la cita dramática (lo de ser constante como la estrella polar sale del Julio César de Shakespeare), te diré que no sé dónde está esa estrella (y vio unas cuantas en el avión de vuelta), y que If you want me I’ll be in the bar. Pues eso. ¿Que me citas a Rilke con aquello de que love is touching souls? Pues déjame, hombre, explicarte cómo escribir sobre la ruptura de una forma más auténtica y sin victimismos. Primero, asume lo que has hecho mal. Y luego dime algo de verdad. Que todo bien, pero que te espero en un bar, porque ahora estoy metida ya en el cuadro noctámbulo de Hopper. ¿No te das cuenta? No sé si existe o no la perfección, pero con esta gloriosa canción todo está donde tiene que estar; la melodía y la letra te arrastra y no te suelta hasta la última nota. (Algo que John Mayer, por cierto, ya cantó en su tema homenaje: Queen of California).  Joni Mitchell espera sola en un bar y dibuja un mapa de Canadá in the blue TV screen light (ahí tienes otro azul; el de una televisión apagada), porque I could drink a case of you, darling (no una botella; una caja de doce) and I would still be on my feet. Está destrozada, pero se mantiene en pie porque sabe quién es: a lonely painter que vive in a box of paints. Con la ayuda (otra vez) de James Taylor a la guitarra (quien además de ser un tiempo su pareja, ese año le dedicó la magistral You can close your eyes), le recuerda a Nash (y a Laurel Canyon, en general) cómo están las cosas y, viendo los colores del vino, una advertencia total: Be prepared to bleed. El vino, la sangre y el color primario de la luz que le faltaba al verde y azul. 

Dejamos el dulcémele y las guitarras y cerramos con un piano que patina literalmente sobre una pátina de azul índigo en The Last Time I Saw Richard. De vuelta al origen. Detroit. 1968. Tras el embarazo no deseado (y sigo con la historia de ella, porque esa es la gracia del disco), llegó el matrimonio no deseado y las pretty lies de las relaciones de pareja. Hablamos de Chuck Mitchell, que es a quien dedica la última canción de este disco magistral. He told me all romantics meet the same fate someday. Vamos, que el destino de los románticos es siempre el mismo: acabar borrachos en bares o cafeterías. Sabe que están llenos de Luna y agradece la experiencia (con él salió de Canadá y montó un dúo en Detroit antes de irse sola a Nueva York), pero, aunque las canciones sean bonitas, dice, you got tombs in your eyes. Ojos como tumbas, sí. Y desde entonces, no supo nada de él. Reconoce que ella fue only a dark cocoon but I get my gorgeous wings… and fly away. Pues eso. Que sí, que fue un capullito sin mucha luz, pero mira las alas que tiene ahora esta mariposa y cómo vuela sobre el azul de este río musical. Objetivo conseguido: la pintura se salió del lienzo y se convirtió en poema. 

Blue, como era de esperar, fue un exitazo en 1971. Y eso que hablamos del mismo año que salió el Tapestry de Carole King, el IV de Led Zeppelin, el Imagine de Lennon, el Aqualung de Jethro Tull, el Sticky Fingers de los Rolling Stones, el L.A. Woman de The Doors… Hasta el Mud Slide Slim and the Blue Horizon de James Taylor. (De ahí sale la famosa canción You’ve got a friend con coros de Joni Mitchell, por cierto). La canadiense, eso sí, tomó un camino diferente. Tanto que volvió a desparecer otra temporada (y no solo de los escenarios); se fue sola a Canadá a vivir en una cabaña. Tal cual. Lo que vino después, de todas formas, como casi todo lo que hizo, fue increíble. Desde Court and Spark a su encuentro con Jaco Pastorius (necesitaba alguien que tocara, no que acompañara, con el bajo, y así lo hizo en la tremenda Hejira o en su maravilla jazzística-cumpleañera de Mingus), hasta los años de experimentación musical y crítica social junto a su último marido, Larry Klein. Todo bien, sí. Hasta lo último que ha sacado el año pasado, y fiel a su filosofía de hacer siempre lo que le dé la gana: es un álbum recopilatorio de su primera época canciones… de 119 canciones. Y, en breve, saldrá el segundo volumen. Supera eso, Bob. 

Sé que es difícil elegir un solo disco de Joni Mitchell y tuve mis dudas; casi todos fueron revolucionarios, fusionaron géneros e hicieron que la música (y ella) se reinventara a sí misma. Aun así, sigo pensando que Blue es el punto de partida; desde entonces, cada disco que grabó fue un paso más y, siempre, sin mirar atrás. Que eso es lo importante. Además, gajes del azar, en lo personal su vida se arregló hacen no tanto: pese a su melancolía crónica y su visión crítica frente a todo, hoy sigue pintando, escribiendo, tocando y ha conseguido cerrar su círculo familiar, con casi ochenta años, en compañía de su Little Green (Kelly se llama) y la mirada feliz de sus nietos. 

Por mi parte, he de decir que aquella primera canción que aprendí de Bob Dylan (hace ya más de treinta años) ahora tiene mucho más sentido; Blue es una enredadera que, si te dejas atrapar por ella (que es lo suyo), ya no te suelta, porque es real. De verdad. Tangled up in Blue. Y que lo digas.

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