Defensa Propia

No es algo que comente cuando voy de cañas; pero tengo que decir aquí y ahora que soy algo lesbiana en defensa propia. Todo seguido, sin coma. Mi atracción puntual hacia las mujeres siempre ha devenido de un enfrentamiento sublimado. Mi resistencia a padecer el defecto que en mi opinión es el más bochornoso, nauseabundo y antierótico que pueda portar un humano: la envidia. 

Hay quien utiliza el término de “envidia sana”. Yo me carcajeo figuradamente en sus rostros de seres eufemísticos y cobardes. ¿Qué coño quieren decir? Envidia sana es un oxímoron aún más fulminante que el consabido silencio atronador que utilizaban los profesores de lengua y literatura desde que existen encerados. “Se refieren a la admiración, Marta.” Mira, no. La admiración es otra cosa. La admiración es respeto y alegría en la observación del éxito ajeno – resumiendo una larga historia-. La envidia es quedarte jodida después de ver una serie de fotos en Instagram de alguien en ropa de baño y de lo que ha comido mientras estaba en ropa de baño.  Creo que la diferencia es enorme; tanto como el elefante que hay en esta habitación, querida.

La envidia es indigna y te empequeñece. La envidia te pudre por dentro y te provoca halitosis. La envidia sucks. La admiración por el contrario te carga de humildad y en ocasiones de prestigio. Como llevar una camiseta de David Bowie; te favorece sobre todo si llevas vaqueros. Admiras y no le das importancia.

Yo, como mitómana insoportable que soy desde antes de empezar a menstruar, no me puedo permitir admirar a demasiada gente porque me lleva muchísimo tiempo e insomnio. Casi como si les envidiase. Así que naturalmente, lo que ha venido sucediendo de un tiempo a esta parte, es que cuando me he encontrado con mujeres de mi entorno a las que he considerado dignas de admiración y presumiblemente una amenaza bien a mi estatus o bien a mi autoestima; es transformar automáticamente todo recelo en pura embriaguez amorosa*. 

Hace unas semanas, en una cafetería de barra exterior junto al Mercadona, vi a una chica joven, de rasgos exóticos, que se reía muy bonito y tenía una voz tan sugerente que independientemente de que su discurso fuese ininteligible para mí desde aquella posición, me parecía magnética, subyugante y franca. Y me dije: “Esta hija de puta también será lista, no te jode.” En la fracción contigua de segundo sentí una punzada de dolor en el cuello del útero. Sufrí la decrepitud de mi atractivo y me encontré vaciada de encanto y siniestra, como una bruja acabada; auscultando a una criatura inocente y perfecta que de ningún modo hubiera recapacitado en mi existencia, salvo que le hubiese arrojado un vasito de ácido sulfúrico a la cara. En el tercer estadio de mi reacción, aproximadamente dos segundos después de descubrir la presencia de esta mujer, la punzada en el cuello del útero bajó lentamente de posición e intensidad dolorosa para situarse en la cima de mi clítoris y provocarme una suerte de orgasmo sutilísimo: orgasmo cotidiano fugaz de ir a hacer la compra. Y sentí el micro placer acompañado de una paz y armonía con los elementos que sólo se ha podido ver antes en el cine norteamericano comercial de finales de los noventa: I’m walking on sunshine, wow oh oh.

Luego me olvidé, pero compré muchísimas alcachofas. Creo que Freud estaría proud. 

*Y cuando digo amorosa, digo sexual platónica. Como la simpatía etílica, vaya. Yo creo que se ha entendido perfectamente. Si no, no dudes en escribirme una instancia.

Compártelo