Una relación abierta

Los términos del contrato de relación abierta nunca estuvieron claros. Desde el principio sospeché que su propuesta de que tuviéramos un noviazgo liberal era una respuesta automática a la veleidosa y casquivana naturaleza que se desprendía de mi forma de ser.
Como si proponiéndome la posibilidad de hacer lo que quisiera con mi cuerpo, cuando yo desease y con quien me diera la gana sin transgredir las normas de nuestro vínculo ni por tanto perjudicarlo, lograría hacer de él uno sólido y vitalicio. Para mí, el mero hecho de tener una relación no monógama destruía por completo la definición propia de relación.

Porque si puedo follar con quien quiera, también hablaré con esa gente. Que yo no follo sin una buena conversación previa. Sin que me guste el portador del genital. Que para mí el sexo ilegítimo surge de una pulsión más fuerte que yo misma y no de la propia ansiedad generada por lo prohibido. Ojalá fuese así de simple y la infidelidad, la insatisfacción y la deslealtad se pudieran atajar con algo tan mundano y prosaico como la permisividad coital.

Y sin embargo al principio le compré la idea, más guiada por las bondades prácticas del acuerdo que por convencimiento. Porque no tenía tiempo, porque no creía que aquello fuese a durar, porque mimetizarme en las costumbres y maneras de mis parejas era mi forma de sobrevivir dentro de la relación. Ser fagotizada voluntariamente por la ideología de mi ser amado y al cabo de un tiempo quejarme al primer bocado grande: ¡Eh! ¡que me estás devorando! Sí, querida, ¿no habíamos quedado en eso? Sí, querido, pero duele.

Aún así, como muestra y durante el primer año, funcionó en ese sentido. No hubo anhelos, ni flirteos reseñables. Ni una mala masturbación pensando en otro. Todo fue paradójica fidelidad sexual. Y digo paradójica, porque mientras no deseaba a otra persona y con su cuerpo, sus movimientos, su tacto, su olor y sus colores me saciaba, era la propia cojera de la relación sentimental la que me generaba otro prurito.

Me picaba fuerte la idea clásica de quererse, el inception de amor que Hollywood, Shakespeare y mi padre habían depositado en mi mente gangrenando cada rincón de masa gris hasta teñirla de rosa. Así que aun sintiéndome deseada, libre, respetada y querida me notaba amputada, desterrada de la propia relación, como si fuera un virus al que el huésped combate para expulsar de sí. Poderosa a ratos, intensa, invasora, pero jamás instalada.

Buscaba en los bares, en las líneas blancas y en los orígenes una hipoteca, una carga, un gobierno, algo de lo que no pudiera librarme y que no se pudiera librar de mí. La independencia y el espacio grande, enorme, el aire que cada vez era más inmenso entorno a mi cuerpo, me erizaba la piel sobre la carne monógama voluntaria, y la frustración generada por una historia de amor tan libre y desarraigada, hacía que el amor mismo reverberase en el vacío hasta perderse en ondas cada vez más débiles que nunca llegaban a chocarse con nada para probar su existencia. Para hacerse notar, para hacer el daño suficiente que me diese una pista de que estábamos vivos, de que a alguien le importaba aquello.

Así que un día se acabó y fue como en esa escena de La máquina del tiempo cuando Weena se cae al río y se empieza a ahogar y los Eloi no reaccionan, algunos miran hacia ella indolentes, pero siguen sentados en las rocas tomando el sol. Es solamente H. George Wells el
que completamente descorazonado y horrorizado por la impasibilidad del pueblo, se tira al agua a rescatar a la chica de una muerte segura. Nosotros la dejamos perderse en la corriente.
Weena murió sin ceremonia, ni drama, con esa clase de dignidad que poseen aquellos que se presentan al concurso anunciando de entrada que saben que no ganarán, pero que participan por la experiencia.

Sin platos arrojados a la cabeza, sin insultos, sin apenas levantar la voz. Se fue de puntillas, silenciosa, discreta y libre. Como si nunca hubiera existido.

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