A veces Dios

A veces tengo calambres ováricos tan fuertes que me veo en la necesidad de pactar
con Dios. Sólo en los momentos más literalmente dolorosos de mi vida he tenido fe. Una fe de
baratillo manifestada exclusivamente por el pavor. Una fe cobarde y oportunista. Hacía
negocios con Dios, apuestas. Le prometía que si era capaz de librarme de algún apuro yo
dejaría de masturbarme tanto o sería más servicial con mi familia. Esa era la mierda de
patrimonio con la que jugaba a los doce años: “Te juro que voy a hacer la cama, que no me
toco el clítoris durante una semana y que le preparo un café con leche a mi padre, pero por
favor, deja vivir al perro de los vecinos, Dios. Gracias. Amén.”

Mi relación con Dios siempre ha sido así de naíf. No se ha operado ni un ápice de
evolución en la madurez de nuestro vínculo. No se le puede culpar a él, porque simplemente
escucha, calla y asiente (estaba borroso, pero juraría que lo he visto asentir). Nunca se arriesga
proponiendo un consejo, ni juzgándote. Además, es una personalidad pública, y ya se sabe que
los famosos juegan con ventaja en cuanto a la simpatía intuida. No dice una palabra más alta
que otra, ni lanza rayos con los ojos. Supongo que mi Dios es el del nuevo testamento, mucho
más laxo y zen. Un Dios impermeable, al que las chorradas frívolas le resbalan por las largas y
divinas faldas blancas. El del antiguo me hubiese dejado manca de nacimiento.

Durante toda mi década de los veinte, Dios y yo estuvimos un poco desconectados.
Aparecía en mi pensamiento con la misma frecuencia en que arrojas una moneda a la Fontana
Di Trevi y pides un deseo; unas seis veces en diez años. No más. Siempre hablé con él desde la
cama o desde un Alsa. Creo que los Alsas y las camas son los confesionarios naturales del siglo
XXI. Puedes proyectar la mente sin esfuerzo. Ocasionalmente me agobiaba con la sensación de
tener pinchada la cabeza por el Altísimo. Intentaba no odiar a nadie ni tener pensamientos de
antipatía suma cercana al aborrecimiento, de manera que mi currículum resultase inmaculado
y me diese carta blanca en futuribles oraciones. Pero me pasaba igual que al final de los
Cazafantasmas cuando Dan Aykroyd intenta no pensar en nada y sin querer se acuerda del
muñeco de los Marshmalows. Cuando más deseaba llegar con una mente limpia a mis
auditorías con Dios, más difícil me resultaba conseguirlo y siempre se me colaba alguna fuga
de furia contra el salido vasco de mi compañero de piso o la exnovia del bendito que fuera mi
pareja en aquel momento. Y yo sabía que, si se me cruzaba ese mal pensamiento, Él también lo
sabría. Y me apretaba el cráneo frunciendo el ceño muy fuertemente. Como si la propia piel
pudiera hacer fuerza de presión suficiente para expulsar el mal rollo de mi cerebro.

Ahora que ya soy una señora y me tratan de usted, nuestra Relación se ha vuelto
bastante cínica. Parecido a un matrimonio de la mediana edad, de aquellos en los que ella se
va en chándal a caminar con sus amigas por la mañana en el paseo del río y él por la tarde
juega la partida de mus en el bar; ambos en horarios complementarios para coincidir en casa el
menor espacio de tiempo posible.
Pero hay veces. Hay baños desnudos de madrugada en el mar, hay carcajadas
incontenibles y hay abrazos sostenidos mucho rato en que Dios y yo nos miramos a los ojos. Y
ese ratito creo. No sé en qué, pero lo hago.

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