Comida Rápida

Julia siempre ha comido muy despacio. Yo soy un desesperado. Lo confieso. Mis padres comen muy rápido. Mi hermana come muy rápido. Y cuando me siento en una mesa intento por todos los medios no abalanzarme sobre la comida. Pero Julia siempre ha comido muy despacio. Es un ritmo interno, una cadencia, una manera de deshacer su comida en la boca utilizando cada diente para lo que es, en su justo momento: corta el incisivo, desgarra el colmillo, machaca el premolar, y ayudados por las glándulas salivares que surten del líquido elemento de manera precisa y puntual en cada instante se llega al humedecimiento del alimento, su mejor manejo y correcta ingesta. Es una máquina perfecta de convertir un filete en proteínas, pero despacito. Lo vi claro en nuestra primera cita. Tuve que apretarme muy fuerte las riendas y no pasarme con el vino para no pedir la cuenta cuando ella no había comenzado todavía los antipasti. A ella le hacía gracia mi velocidad de crucero, paso por los platos de comida como si fueran paradas de metro: “Voy a efectuar parada en burrata con pesto, tenedor en curva”, “esta tabla de quesos tiene conexión con ensalada de tomate y primer plato, no olviden sus pertenencias”. Os hacéis una idea. Luego vinieron más citas, y comidas y cenas en casa cuando el amor nos llevó por fin a vivir bajo el mismo techo. En algunos momentos yo sufría por nuestra falta de sincronía e intentaba mantener el ritmo de mi Julia. Por amor. Verme comer era como ver a Usain Bolt correr marcha, pegando los pies al suelo, pero yo pegaba los carrillos, seguía masticando cuando la comida era una papilla que empezaba ya a darme asco en la lengua, e intentaba no salir corriendo al sofá mientras ella iba poniendo la servilleta en su regazo.

En lo único que he sido constante en mi vida es en la inconstancia. Por eso Julia nunca se asustaba cuando me veía leer artículos de internet que hablaban de los beneficios del zen y entonces me dedicaba a meditar durante tres semanas como si nada en la vida fuera más importante. Luego se me olvidaba un día. Hacía deporte como si viviera en un centro de alto rendimiento porque había leído que era saludable para el cerebro y una tarde lluviosa lo dejaba para siempre. Abandoné el diario de sueños con el que pensaba legar una magna obra a la humanidad y al estudio del subconsciente a la octava mañana, y en general, cualquier cosa a la que me arrojara con inusitado esfuerzo me duraba más o menos lo que una novena. Por eso Julia no se hizo muchas ilusiones cuando le comenté que había leído un artículo en el que explicaban cómo comer despacio prácticamente alargaba la vida veinte años. Los artículos siempre son un poco exagerados, pero si en un artículo te exigieran un gran cambio en tus hábitos por alargar doce días tu existencia no tendría demasiado éxito.

Comencé a masticar muy despacio. A Julia le hizo gracia. Al principio me animaba, y celebramos cada pequeño logro, como el día que yo me acabé el café y ella casi empezaba por el postre. Fue un gran día. Las veladas en los bares comenzaron a ser de una mejor calidad, puesto que obligado a masticar muchas más veces, mi apetito decreció y entre plato y plato gastábamos el tiempo en bellas conversaciones, intercambiábamos datos, y en un mexicano incluso un día terminamos la michelada al mismo tiempo. Fue una gran michelada. De repente un día conseguí alcanzarla. Comíamos a la par. Todos los días. Ya habían pasado más de dos meses y mi encabezonamiento no se había ido. Yo seguía alargando las menestras, las conversaciones, libaba las natillas, ella me contaba problemas de trabajo que yo no creía que existieran con tal de no meter la cuchara en la sopa, resolvía crucigramas en la mesa, yo me pasé a los cubiertos pequeños, ella comenzó a comer con palillos. La situación empezó a tensarse, y cuando un día ella no pudo evitar terminar su trozo de pizza congelada antes que yo, la situación se desbordó. Le pregunté qué le pasaba, yo aún con la boca llena, pero se metió muy rápido en la cama y aunque me dijo nada, nada, la oí sollozar.

Sus padres nos invitaron a cenar en Navidad, como tantas otras veces. Pero no probamos bocado en el aperitivo. Su madre me decía si estaba bien y yo contestaba que sí, mientras no le quitaba ojo a su hija. Yo me acercaba a saludar a su sobrino a la cocina y Julia venía detrás con cualquier excusa a vigilarme. Una vez en la mesa, con toda su familia, apenas lamimos las croquetas para desgastarlas despacito y su madre tuvo que echarnos el pollo en salsa sobre el mismo plato lleno. Julia y yo nos manteníamos la mirada mientras llegaban los polvorones y apenas habíamos tocado la ensalada. Cada mordida mía era seguida por una mordida de Julia. Entonces yo no tragaba el bocado hasta que la oía tragar a ella. Mantuve conversaciones largas y absurdas con sus primos, a los que no soporto, para llenar los huecos muertos y Julia no paraba de ir a coger a la cocina cualquier cosa que alguien necesitara, incluso por dos veces creyó oír el timbre de la casa y se levantó generosa a abrir. ¿Os pasa algo?, nos preguntó su hermana mayor. No, que va, es que comemos despacio, jaja, yo. Jaja, sí, comemos despacito, jaja, ella. No hablamos en todo el camino de vuelta. Fue la última cena con su familia, y casi la nuestra. A principio de año dejamos de vivir juntos.

Ayer la vi, hacía casi un año que no nos cruzábamos. Estaba en la plaza de Jacinto, cerca de donde vivíamos. Yo he vuelto a comer rápido, ella estaba sentada en un banco, acabando con sus palillos unos noodles de pollo con cacahuete en la cajita de comida para llevar del Gong Asia Kitchen. Y eso que el Gong Asia Kitchen lleva cerrado cuatro meses.

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