Parece ser que no he aprendido nada. Probablemente no haya aprendido nada nunca. Alguna noción debería quedar. De todas las veces, objetivamente cuatro o cinco —tal vez cinco, sí—, de todas las veces una pequeña enseñanza debería haberme quedado dentro.
Fui un estudiante bueno. No es verdad. Fui un estudiante mediocre que no tuvo que esforzarse para ser bueno. Quiero decir —a ver si soy capaz de explicarme— que sacaba notas buenas con ningún esfuerzo, eso no me convierte en un buen estudiante, me convierte en un estudiante que se esfuerza poco. Ni malo ni bueno. No es malo ni bueno no ser malo o bueno, pero tal vez si hubiera sido aplicado —eso es más correcto: aplicado— ahora podría decir con total tranquilidad que de las cuatro o cinco veces que lo he hecho, algo he aprendido. Pero no he aprendido nada. Y tal vez —esto es solo una impresión— sabría además si han sido en total cuatro o cinco las veces.
Lo llamo fundaciones. La idea es más o menos que estoy rompiendo una relación, que estoy dejando a alguien, a veces es por teléfono, a veces es por otra, a veces es reversible, a veces es una mierda insoportable que no me cabe en el pecho; pero cierro los ojos, resoplo, en fin, tengo ciertos artefactos —más bien artimañas, incluso artesanías no sería, creo, un mal término— de las que me valgo para soportar los envites del arrepentimiento y la pena y no volver atrás ni un paso. La fundación es algo que bajo mi punto de vista deberías hacer con cuidado porque te va a acompañar siempre —otra cosa es que no recuerdes si son cuatro o cinco, pero en fin, eso es más un problema mío—.
No es necesario un motivo exacto, una argumentación brillante, ni siquiera —aunque ayude— una traición flagrante te asegura el éxito inmediato de la fundación. Al principio llegas por unos caminitos de excusas que tu propio caballo recorre y marca con sus herraduras —me gusta pensar que llego a las fundaciones a caballo, tal vez con una banderola de esas con el escudo de mi familia—. Recorro con calma, a caballo —ya os he dicho—, el solar donde se va a crear el dolor, donde se va a instalar la culpa, y tras unos paseitos y unas coces rítmicas de Babieca —ya que tengo un caballo imaginario lo llamo Babieca y punto—, subimos a lo alto de una loma y desde allí pensamos en lo bonitos que van a ser los edificios de resentimiento, los parques de pena, los comercios de las esquinas, puedo ver incluso a los futuros niños de mi dolor jugando a la peonza en el patio de la escuela. El dolor, la culpa, la fundación de ese dolor, es mía, la he creado yo, la he promovido y difundido, he convencido a los inversores, he revisado los proyectos arquitectónicos, e incluso —para que no haya problemas en el futuro— he buscado a los pertinentes asesores legales del ayuntamiento. Unto asesores legales del ayuntamiento —qué se le va a hacer— para poder fundar mi dolor sin hacer caso a las posibles disposiciones contrarias de la concejalía de medio ambiente, ni de ninguna hostia similar. Este dolor es mío —es compartido, diréis, tal vez, puede ser—, lo he hecho yo, y además lo voy a visitar tanto como quiera, y aunque se haya fundado sobre la relación de dos personas —más sobre el recuerdo, la ausencia, el cadáver, <<inserta aquí la palabra que quieras>> de esas dos personas—, al fin y al cabo, el arquitecto mayor —si es que se llama así al arquitecto que manda, tal vez sea arquitecto jefe lo correcto— como digo, soy yo. Yo mando. Y mientras me dicen que no está bien lo que hago —como si eso sirviera de algo, como si hubiera servido de algo las cuatro o cinco veces anteriores—, yo por dentro, con los ojos cerrados, resoplando, moviendo la gorra, estoy en el fondo pensando en que cuando me he imaginado, hace un rato, con la bandera con el escudo de mi familia llegando al solar de la fundación, ya estaba todo hecho en verdad. La fundación, una vez arrancada, ahí se queda funcionando. Es como un verbo de esos… espera que lo busco en Google. Un segundo, vengo.
He dejado este espacio en blanco porque he tardado en verdad un rato, igual era más correcto —no sé— lo de los tres puntitos de nieve (***) para separar el tiempo en la narración. Los llamo puntitos de nieve y pienso —dejadme soñar— en mini tenedores con mini claras de huevos mini batiéndose en mini platos. Hasta el mini punto de nieve.
Bueno, que he tardado de verdad un rato en encontrar la expresión exacta —de hecho la he recordado yo mismo al final—, verbos performativos. La fundación es por tanto una especie de verbo performativo, y en el momento en que digo “me voy” o “necesito espacio”, o “te dejo”, o “qué puta eres sabes lo que has hecho” —esto último no lo he dicho nunca, la verdad— o cosas como esas, la ciudad empieza a crearse ante mis ojos, la fundación lo llamo —ya sabéis—, la fundación de un dolor, grande y bonito y lleno de vida que me va a acompañar, ahora lo sé —por fin sé algo, fíjate tú—, para siempre.
Esa fundación, esa ciudad, ese dolor, va a cambiar con los años, no os voy a aburrir con metáforas, pero va a estar ahí —ya os he dicho que eso sí que lo sé—, y a veces habrá mucha gente, será próspero, será incluso bonito a veces, crecerá su producto interior bruto, tendrá teatros, pasearé sus calles a lomos de Babieca —ay dios, perdonadme me doy risa a veces— y será una fundación importante en mi vida, y tal vez luego deje de visitarla, se convierta en ruinas horribles, y la olvide mucho tiempo y finalmente las calles sean calles de Detroit. Pero ahí estará.
Y poco más. Así comienzo a romper las cosas, y de esos pedazos aparecerán nuevas civilizaciones de tristeza en mi cabeza y en mi vida. Os he dicho que no iba a tiraros metáforas horribles como esta última a la cara, pero qué cojones, total, lo llevo haciendo toda la noche y ya para lo que queda —con vuestro permiso— me cisco dentro del cuartito del convento desde el que escribo en el centro neurálgico de esta —mi quinta o sexta, quién sabe— fundación.