El Panettone de la soledad

La primera vez que vi un panettone tenía 16 años. Mi vida emocional ya estaba más o menos hecha. No le presté atención. El novio de mi hermana mayor había estado de vacaciones en Roma por trabajo. Sí, de vacaciones por trabajo, y allí lo convencieron de que el limoncello y los panettones eran lo más típico del lazio y se trajo mil. El licor aguantaba el paso del tiempo, pero el panettone llegó un poco seco a la cena de navidad en casa de mis abuelos. Para más alegría se empeñaba en ponerse la caja vacía en la cabeza y decir “dius mío este panettone es como mi cabeza de grande” y se reía como se ríen los osos en los cortos animados de Disney.

El caso es que fue avanzando la vida y el panettone se fue abriendo paso en los supermercados y corazones familiares de esta movida que llamamos España. A mitad de mis 20 o así comencé a llevar a Lucía a las cenas familiares en fechas señaladas, y ahí estaba siempre el panettone. Nunca entendí el amor de mi familia por el panettone, pero cada navidad soportábamos el discurso del rey y el discurso del marido de mi hermana sobre cómo descubrió el panettone en su viaje (aunque todos los que compraba estaban hechos en una fábrica de un pueblo en VilaJoiosa). Veíamos año tras año cómo le cabía la caja en la cabeza y cómo partirlo y repartirlo era para él un gesto de felicidad familiar, de entrega y armonía, compartir, regalar, en definitiva, lo veíamos siempre emocionarse como un niño con el panettone. Panettones contra las familias desestructuradas. Tal vez a los italianos les gusta porque les recuerda al monumento de Vittorio Emanuele. Vai pensiero. Verdi. Libertad. Panettone. Yo qué sé. El caso es que me llevé la tradición cuando alrededor de mis 30 me fui a vivir con Lucía. Un día vimos un panettone pequeño en un Aldi. Como una miniatura de bizcocho. Nano repostería. Dulces microorganismos. Un panettone absurdo. Un panettone del que nos reímos. Ridículo, pequeño y triste, por 0´99. Un panettone que no hay con quién compartir. Un panettone sin ningún sentido ni finalidad. Torpe. Tonto. El panettone de la soledad.

El caso es que el ex marido de mi hermana se fue a vivir a una urbanización muy cool y muy gris donde parece que nunca es navidad y un año, después de una comida de empresa decidió que: sí o sí o sí tenía que ir yo a ver su casa y tomarme un gin tonic como antiguos buenos cuñados y ahora que ya no somos familia pero como sí, pillar farlopa y pasar una tarde de colegas. En fin. Solo recuerdo que al entrar al salón de su casa nueva y nada familiar, había un panettone de esos individuales de 0´99. Y luego recuerdo oír cómo mi ex cuñado vomitaba en su baño unipersonal. Fueron unas navidades dulcísimas. Después tuve una bronca gorda con Lucía aquel mismo año y no comimos panettone. Comprábamos uno muy grande al principio de diciembre, para todas las fiestas, y a veces cuando nos poníamos a ver una peli o volvíamos de alguna visita a nuestras respectivas familias, nos acurrucábamos en nuestra manta azul favorita y nos comíamos un cacho. Nos robábamos pequeños trocitos y nos decíamos tonterías de gordos. Pero aquel año el panettone se quedó ahí recién comprado y sin abrir tras la discusión. Y como el monumento de Vittorio Emanuele, vio pasar los meses, testigo dulce y mudo del desgaste de nuestro amor, mientras él parecía, dentro de su caja en la que caben cabezas, cada día más fuerte. Era normal que todo se fuera a la mierda porque os voy a contar un secreto: todo se va a la mierda siempre.

Así que esta fresca mañana he entrado al supermercado y Halloween se había acabado. No han aguantado ni un solo día sin retirar golosinas, caramelos, calabazas, murciélagos, telarañas y escobas de bruja y las han sustituido en una noche frenética de trabajo y reposición por miles de papás noeles de chocolate, calendarios de Adviento de los Minions, bolas para el árbol brillantes, guirnaldas, espumillones, polvorones, champán y villancicos estruendosos. No me he dado ni cuenta, yo en mis cosas y a primeros de noviembre, hasta que casi me choco con un muñeco de nieve que decía: “ho ho ho”. Superada la impresión de la aberración pseudo histórica de que el muñeco de nieve hable como Papa Noel, me ha costado un par de segundos ubicarme. Recuperada la orientación y controlando de nuevo dónde están colocadas las cosas, he caminado resuelto entre los pasillos del súper y he hecho mi itinerario normal, pero esta será la primera navidad que paso sin Lucía, y me acabo de dar cuenta.

Estaba ya casi llegando a la caja y había conseguido no llorar. Ni tirarme al suelo a patalear. Ni lanzarme con el carro contra una torre de detergente y forzar que la policía del Aldi me sacara esposado. Pero entonces, en la hilera de productos que te ponen delante de la cara mientras pasas las cosas por la cinta, justo cuando pensaba que ya me había librado de la vergüenza y el dolor, allí estaba él. Esperando durante años su momento. Entre varias latas sospechosamente baratas de zamburiñas en tomate y unas tabletas clásicas de turrón de chocolate y arroz inflado de Suchard. Mirándome y sonriendo por dentro, quién se ríe ahora de quién, guardando en su mini caja sus encantos y sus mensajes, ajustando cuentas conmigo, años después. Allí estaba él, erguido y rozagante, entrándome por los ojos para retorcérmelos e intentar sacarme unas lágrimas navideñas, por tan solo 0´99, hecho en una fábrica de un pueblo de VilaJoiosa, retándome y recordándome quién soy ahora y cómo voy a pasar de solo estas felices fiestas, allí me esperaba desafiante, inamovible, definitivo y orgulloso: “El panettone de la soledad”.

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