Bill Clinton (3/3)

Una de las primeras preguntas que se hace todo el mundo cuando va al Camino de Santiago es si quedarse en hotel o en albergue. Hay, obviamente, un componente económico que inclina la balanza claramente hacia un lado, pero hay otros factores que también influyen en la decisión, como, por ejemplo, la edad y situación sentimental (normalmente, si tienes menos de cuarenta años sueles apostar por albergue por “aquello de vivir la experiencia plenamente”, cuando en realidad quieren decir: “para ligar”). En cualquier caso, hay pros y contras en ambas opciones. En albergue ya sabes que tienes que escuchar los ronquidos y demás emisiones biológicas corporales de la gente, que el baño es compartido, que te pude tocar al lado a un asesino en serie o, casi peor, a alguien que le guste Dani Martín, que tienen toque de queda, es decir, que igual a las diez de la noche te cierran la puerta y si te pilla cenando te toca dormir fuera, que todo el mundo conoce a alguien que conoce a alguien que jura que “los piojos se lo comieron vivo”, que siempre hay follones con las reservas -y de pronto, te dicen que no tienen sitio, aunque el día anterior lo reservaste-, y que si vas a la aventura te puedes quedar sin cama, porque allí es el primero que llega el primero que coge sitio. Por el contrario, el alojamiento es muy barato y puedes conocer a gente con la que luego realizar El Camino. En cuanto a la opción de hotel, está claro que es más caro y, normalmente, es muy difícil coger habitación en un sitio que esté justamente en el pueblo de llegada, por lo que te tienes que desplazar, bien andando o bien en taxi, un par de kilómetros a las afueras, lo que en según qué circunstancias de la noche puede ser un gran inconveniente. Tampoco esperes conocer gente si optas por dormir en hotel. Sin embargo, se presupone una limpieza mayor que en albergues, baño propio, suelen incluir desayuno y te llevan la maleta al siguiente hotel (en realidad, por 4 euros, hay compañías que lo hacen también para la gente que se queda en albergues). Y, tanto en albergue como en hotel, tienes que decidir si lavarte la ropa o llenar la maleta hasta arriba de ropa para todos los días del viaje.

Yo opto por ir de hotel, y el primero que me toca está en Sarria, a quince minutos del centro, es decir, de donde está toda la gente en los albergues. El hotel es tremendamente modesto, las toallas huelen excesivamente a ese suavizante rancio al que huelen las toallas de hotel (y que luego te impregna ese olor en los brazos) y el secador de pelo es un flexible corrugado del que emana un suave soplido infinitamente menos potente que el silbido de un anciano. Está claro que el secador de este tipo de hoteles no está pensado para dar volumen al cabello como si salieras de una peluquería, pero lo cierto es que uno esperaba algo mejor (no en vano, al Camino de Sarria lo llaman “el Soho de los Caminos de Santiago”, en el sentido de que los cien kilómetros que separa esa población de Santiago es casi un desfile de gente luciendo sus mejores galas en cuanto a ropa deportiva Slim fit se refiere). 

Tras cenar la noche anterior con las tres chicas del tren y prometernos hacer algún tramo del trayecto juntos, inicio la salida tratando de seguir las flechas amarillas. Una vez que empiezas, en realidad, es casi imposible perderte, aunque precisamente la salida de Sarria lleva a cierta confusión entre el camino que se hace a pie y el que se hace en bicicleta. En cualquier caso, en cuanto veo un grupo de gente a lo lejos, decido seguirlo a una distancia oportuna, como si se tratara de una película de espías. No pasan ni cinco minutos cuando un hombre aparece por el bosque con dos palos para caminar que jura que están hechos a mano por él, y que ofrece a seis euros. Aunque trata de convencerme, hay algo en él (quizás la forma en la que ha salido de la nada de la vegetación) que me hace desconfiar, y finalmente sigo adelante. La distancia a recorrer es de algo más de veinte kilómetros, y durante todo el recorrido me encuentro con cantidad de pequeños bares, a reventar de gente, donde tienes que parar si quieres que te pongan el sello que atestigua que has hecho ese tramo del camino (hay que poner, mínimo, dos al día, o no te dan La Compostela).

En una de las paradas me cruzo con las tres chicas del tren y hablo un rato con ellas antes de seguir. Después, voy avanzando entre gente que lleva mochilas gigantes que le cubren toda la espalda. Algunas, de hecho, son tan pesadas que sus dueño/as llevan la espalda girada 45 grados hacia el suelo. El outfit de los peregrinos sigue un patrón característico, tanto en mujeres como en hombres, de modo que tanto ellas por su lado, como ellos por el suyo parece como si fueran uniformados al colegio. Estimo que de media cada uno lleva 300 euros en ropa. Y este aspecto se hace incluso más notable cuando llegas a los pueblos y la etapa ha terminado. Entonces los ves a todo/as con chanclas, pantalón corto y sudadera con capucha, por lo que no sabes si han ido al Camino de Santiago o a Tarifa a hacer surf. Y me resulta curioso que ese look se siga tanto cuando nos llueve a mares (¿por qué ir en chanclas por la calle con la que está cayendo?) como cuando sale el sol (¿no se puede amarrar la sudadera a la cintura?).

En realidad, una vez que comes y te duchas (en mi caso suelo ducharme nada más llegar, pero la dinámica de la gente es justamente la contraria), tampoco hay mucho que hacer en los sitios. Te puedes tomar una cerveza, un café, dar un paseo, o ir a la misa del peregrino, pero no suele haber grandes sitios donde concentrarse la gente, salvo en julio y agosto donde, según me cuentan, dan conciertos.

La llegada a Portomarín constituye el final del recorrido del primer día. La entrada es realmente espectacular, atravesando un puente sobre el río Miño y cuyo paisaje es de postal. Eso sí, recomiendo a la gente que tenga vértigo que no mire hacia abajo. Me pregunto cuántas almas se habrán dejado caer desde arriba y de las que nunca más se ha sabido después. Nada más llegar, me dirijo al hotel para ducharme y cambiarme. Cuando salgo, la imagen que me encuentro no puede ser más desoladora. Calles abarrotadas de gente caminando coja, a un ritmo absurdamente lento, y mirando desconsoladamente hacia el suelo. Parece como si vinieran de la guerra. Me fijo en un establecimiento cuyo letrero pone (y cito textualmente): Muebles Yañez. Funeraria, confecciones y calzados. Llueve de manera excesiva, y busco un sitio donde comer. Luego, me paso la tarde entera tomando cafés en otro local de la plaza del pueblo. Cuando se hace la hora de cenar me dirijo a O Mirador, sin lugar a dudas, el sitio donde mejor se come del pueblo (y en donde encuentro al único camarero simpático de todo el viaje), y de ahí de nuevo al hotel, esta vez a dormir.

Por la mañana, a eso de las 7 ya estoy en pie para comenzar la segunda etapa. El destino es Palas del Rei, y durante el recorrido escucho a un tipo quejarse de que en albergue en el que se encuentra no le dejaban usar el secador para secar la ropa interior, y que la máquina de chocolatinas se había tragado su moneda y que de golpearla para sacarla se habían caído todos los productos de las lejas, y que había tenido que esconderse para que el mismo encargado que le había llamado la atención con el secador no viera que había sido él quien le había hecho eso a la máquina. Nos vuelve a llover de manera incesante, aunque para mi sorpresa eso no parece importarles a los organizadores de un concierto que hay en el pueblo cuando llegamos (están en plenas fiestas) y el grupo sigue cantando versiones de canciones de rock de los 80 bajo un aguacero considerable (me pregunto si con la que está cayendo no le puede dar la corriente a los que están tocando). Uno de los peregrinos que he conocido (sevillano), aparece con pantalones pitillo y camisa de manga larga, y reconoce abiertamente que él ha “venido a lo que ha venido”. Después de unos vinos, cuando se hacen las doce de la noche, me marcho al hotel (que se encuentra en mitad del bosque, como a 2 kilómetros de allí). Voy corriendo para mojarme menos, y tratando de localizar la ubicación con el móvil, pero me acabo perdiendo. Está todo oscuro y paso junto a una casa deshabitada, en mitad de la nada, en la que perros salvajes y furiosos se tiran contra la valla y me dan un susto de muerte. Sigo para adelante, hasta que decido que por ahí no debe estar el hotel, e inicio nuevamente la búsqueda. Con muy poca batería que me queda en el móvil, consigo ver que tengo que volver casi al centro del pueblo, y de ahí salir por otro lugar hacia el bosque, lo que provoca que pase de nuevo otra vez junto a la casa de los perros, los cuales parece que estén endemoniados tratando de saltar la puerta a pesar de que he ido por la esquina contraria y andando lo más silencioso que he podido. Finalmente, y como si fuera una película de miedo, llego al hotel empapado, sin batería en el móvil, bajo un cielo totalmente negro y sin ningún tipo de luz, y con la sensación todo el rato de que ahí se acababa todo. 

Pasado el susto, y tras dormir seis horas a pierna suelta, emprendo la tercera etapa, esta vez a Arzúa, donde nuevamente el hotel se encuentra a las afueras del pueblo, aunque esta vez la habitación incluye el taxi hasta allí. Es en ese tramo del camino desde Palas del Rei donde conozco a un tipo de Málaga que, tras catorce años de novio de su pareja, se entera el día después de casarse que ella se la estaba pegando con un amigo, y que ni siquiera tuvieron Luna de miel. Me cuenta que eso pasó hace un mes, y que ha venido a “ordenar sus pensamientos”, y se queja de que Tinder no funciona en el norte tan bien como en el sur, donde al parecer, ese mes se ha liado ya con no sé cuántas mujeres, una de las cuales le llama en ese momento para ver qué tal se lo está pasando (es de Venezuela). Cuando cuelga, el tipo me dice que no me voy a creer quién está en su habitación de albergue haciendo también El Camino. Según me cuenta, la noche anterior, como llovía tanto, no salieron, y los seis que compartían habitación se quedaron tomando algo y hablando entre ellos. Y que hicieron una especie de mesa redonda, en la que cada uno se levantaba y se presentaba. Y que cuando llegó el turno a una de las dos mujeres que había en el cuarto, ella confesó que era actriz porno, que hacía El Camino todos los años, les dijo cómo se llamaba (omitiremos en este punto su nombre) y que vieron algunas imágenes juntos, que a ella le daba igual. Y justo al terminar de contármelo, efectivamente, nos cruzamos con ella, a la que saludo como si no supiera de quién se trata. Luego, me despido del muchacho (en realidad, no tiene ni treinta años), y acelero el paso. Me encuentro con un grupo de gente con la que estuve anoche tomando algo. Me cuentan que el sevillano ha decidido no andar más, y que va a hacer las distintas etapas en taxi, que él lo que quiere es la fiesta de los pueblos. Además, me cuentan que se ha enterado de que por 6 euros te meten la ropa en una caja y te la llevan a tu casa, y que ha metido todo lo que no va a usar, es decir, toda la ropa de deporte para que se la manden a casa de su madre. Me despido de ellos y sigo caminando. Veo a gente estirando apoyándose en los árboles, como si fuera una carrera de atletismo, y se escuchan gritos como si fuera una suerte de lamento desconsolado que al parecer es causado por dolores de rodillas al enfriarse antes de reanudar la marcha (me pregunto qué tipo de rodillas tiene la gente). Escucho hablar a la gente de que hay que comprarse vaselina y calcetines antiampollas, sin costuras, y de pronto alguien me pregunta si le puedo hacer una foto, y me pide después que se la repita varias veces porque no le gusta cómo sale. Y ahí me tiene, parado, mientras ella está también inmovilizada como una momia, haciendo como que mira de lado a no sé dónde hasta que me da la aprobación (casi sin abrir la boca) para hacerle otra foto. Y claro, como es un punto realmente bonito del recorrido, todo el mundo que pasa a esa hora me pide que le haga una foto, y así me quedo al menos diez minutos. Cuando me dejan seguir, acelero el paso y enseguida ya llego a Arzúa, donde lo primero que me sorprende es que todos los coches son blancos, lo que me recuerda que llame al hotel para que me manden a un taxi, el cual tarda como diez minutos en aparecer. Conduce un señor mayor (muy mayor) que saca mucho el morro del coche en los cruces, lo que provoca que nos piten al menos dos veces. De pronto le suena el teléfono. Tiene el bluetooth conectado a la pantalla central. Es una tal Priscilla. Veo que no responde, y que se gira hacia mí (apartando la vista de la carretera) y me pregunta “¿Quién es Princesa?”. Le respondo que no lo sé hasta que finalmente se decide a coger el teléfono y descubre que es Priscilla quien le estaba llamando (por lo que capto de la conversación -están hablando en gallego-, es para confirmar que al día siguiente a las 10 de la mañana irá a recogerla). Llego al hotel (es un sitio muy peculiar, con solo seis habitaciones, que son como pequeñas casas prefabricadas, y con una mini piscina en medio). Entro, me pego una ducha, lavo como puedo la ropa, y mientras me baño en la piscina (esa tarde hace sol, aunque la dueña dice que por la noche va a llover otra vez), extiendo toda la ropa a secar sobre el césped que rodea la piscina. Y allí me quedo hasta el día siguiente.

La penúltima etapa la comienzo muy pronto. El destino es O Pedrouzo, y el hotel nuevamente se encuentra a 3 kilómetros del pueblo, pero esta vez no ponen taxi. Durante el recorrido sigo conociendo gente, la cual me comenta que viene “para desconectar de la rutina”, “para ver paisajes”, “para olvidar unos días sus preocupaciones”, “para pensar”, y cosas así. Nadie comenta nada de ningún tipo de promesa o motivo religioso (siempre he escuchado que los peregrinos suelen venir cuando tienen un familiar enfermo, para pedir al apóstol Santiago que se recupere). Se ve que de esta hornada no va nadie por ese tipo de razón. En cualquier caso, esa misma gente que ha venido a “ordenar sus pensamientos” me la encuentro después de noche en el pueblo totalmente borracha y haciendo la conga. Allí conozco a Edu, de Bilbao, un hombre de unos cuarenta y cinco años, de pelo canoso, que tiene una pinta de buena persona que asusta. Le veo que está solo en una mesa mientras los demás bailan, y me acerco a hablar con él. Lleva gafas de ver, con un hilo amarrado como llevan los niños pequeños para que no se les caigan, y una riñonera atada a la cintura. Al quitarse las gafas para limpiárselas me fijo que tiene unos ojos azules muy bonitos, pero una mirada muy triste. Me suena la cara a alguien, pero no caigo en quién. Me dice que no se une a ese tipo de fiestas porque vive con sus padres, que son mayores, y todavía sigue asustado por tema del coronavirus. Me cuenta también que en Bilbao es pintor (me matiza que “de brocha gorda, no artista”), y que en realidad los bosques que está viendo en Galicia no son muy distintos de los que tiene a cinco minutos de su casa. Cuando le pregunto que a qué ha venido al Camino me contesta que a encontrar a la mujer de su vida y a casarse con ella, pero que no está teniendo suerte. Me dice también que va a la aventura, y que cada noche coge sobre la marcha el albergue, y que ni siquiera tiene el tren de vuelta a Bilbao, porque está convencido de que va a conocer a alguien, porque sus amigos le han dicho que “en El Camino todo el mundo liga”, así que prefiere estar libre por si alguien le propone hacer algo durante unos días más. Al preguntarle cómo le ha ido en ese sentido, me responde que cada vez que ve a una mujer que le gusta (me especifica que él no es muy exigente) le pregunta si quiere hacer un tramo del Camino juntos, pero que ninguna quiere. Y que una que le gustaba especialmente y que sentía que igual él también le gustaba a ella, le dijo que había venido al Camino para hacerlo sola, pero que en los pueblos podían verse y hablar, y que luego la vio de la mano de otro peregrino y que éste le dijo que se acababan de conocer y que se habían enamorado. Me dice que, aunque él no ha estudiado una carrera, sabe reconocer cuando apartarse, y que normalmente las mujeres con las que él ha hablado durante El Camino luego las ve más sonrientes cuando hablan con otros hombres, así que no las molesta más. Me dice que El Camino de Santiago es como la vida, que o conoces a alguien en los primeros días o ya no tienes nada que hacer. Que ya le dijo su madre en su día, que o se echaba novia antes de los 20 o se quedaría soltero toda la vida. Y que lo último que le queda por hacer ya si quiere casarse es montarse en un crucero. Y que, si ni siquiera allí encuentra a alguien, ya va a dejar de intentarlo. Después, me señala la riñonera y me dice que compró un pack de “ya sabes qué”, esperando gastarlos en El Camino, pero que nada. Que ni uno. Y que mucho se teme que en Bilbao tampoco. Y que no sabe qué inventarse para decirle a sus amigos cuando regrese. Me levanto a por unas cervezas, pero cuando vuelvo ya no está, así que me quedo en la mesa con su cerveza y con la mía, mientras observo a la gente bailar la conga. Y es en ese instante cuando caigo en la cuenta de que Edu es clavado a Bill Clinton. Me termino las dos cervezas, me levanto, me despido a lo lejos con la mano de gente que conozco de vista, y pido un taxi (esta vez pagado por mí) para llegar al hotel, derecho a dormir.

Me despierto otra vez pronto, supongo que por la excitación de encontrarme ante la última etapa. Llegada a Santiago. Nuevamente -y tal como ponían las previsiones meteorológicas de la semana anterior- vuelve a llover. Al poco de comenzar el recorrido me cruzo con la pareja del perro maloliente del tren desde Madrid (ella lleva al perro con una correa pequeña), y escucho al novio quejarse del olor a vaca que ha tenido que aguantar durante la semana, y que menos mal que “esto ya se acaba”. Ni rastro de la maleta con agujeritos (supongo que se la llevarán de un hotel a otro). Un grupo de extranjeros de edad avanzada se encuentra debajo de un árbol resguardándose como pueden de la lluvia, y al verlos se me viene a la cabeza que no he visto a ningún niño durante toda la semana, ni siquiera luego en los pueblos. Y pensando en eso y casi corriendo la parte final debido a la intensa lluvia, llego a Santiago. Y de ahí, a la plaza del Obradoiro, la cual está abarrotada de peregrinos, muchos de los cuales han sido compañeros de viaje en algún momento u otro. Y entre ellos, me encuentro a las tres chicas del primer día. Me acerco a saludarlas, y nos intercambiamos los números de teléfono. Después, veo que se dicen algo al oído y cuando me voy a dar cuenta se han puesto a mi espalda y me han subido entre las tres en brazos, mientras le dicen a alguien que nos haga una foto. Y allí, bajo la lluvia y escuchando las risas de la gente, con La Catedral a nuestra espalda, vuelvo a pensar en la creencia popular de que tocar la copa antes de una final es gafe y da mala suerte. Y riéndome por eso al pensar que hace una semana justo estaba yo en esa plaza, y viendo los aplausos de la gente, noto que algo se desliza por mi bolsillo, y que una de las chicas pega un grito. Me bajan al suelo y la veo con los brazos en la cabeza mientras mira hacia abajo. Miro yo también en su dirección y descubro mi móvil (nuevo) hecho añicos en el suelo.

Y lo que pasa ese día tras ese momento es una sucesión de infortunios que se resume en que se me moja totalmente La Compostela con la lluvia después de dos horas de espera para que me la dieran, que una cena que me habían regalado por reservar el viaje con hoteles la pierdo al encontrarme al dueño cerrando el restaurante y diciéndome que tenía que haber venido quince minutos antes, o que el tren de vuelta que nos ponen no es el que debería haber venido sino otro más pequeño (al parecer por una avería en un tramo de vía) y que hay gente que tiene que hacer el camino a pie o sentarse en el pasillo. O irse a la cafetería. 

Por lo que logro contar no es mucha la gente que se ha quedado sin sitio. Unas seis o siete personas como mucho.

Yo elijo ir a la cafetería.

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