El Fuera de la Ley

Veamos. Hagamos inventario:

  • Carpeta llena de dibujos
  • Bolsa de plástico del supermercado
  • Caja de brandy, reserva, Gran Duque de Alba (sin la botella dentro)
  • Despertador
  • Una bala metida en un pequeño saco
  • Un par de astronautas de un Tente (una especie de Lego del siglo XX)

Todo esto llevaba yo encima aquel día. Ahora te cuento porqué:

Lo primero es explicar de dónde venía y a dónde iba, para situarnos un poco en esta loca historia de polis y cacos.

Tendría unos 13 o 14 años. Mi madre, mi hermana y yo vivíamos en casa de mi abuela y mi madre había llegado a la conclusión de que era el momento de la emancipación. Así que nos habíamos mudado a un pequeño piso. El grueso de la mudanza ya la habíamos hecho, pero yo, cada vez que iba a ver a mi abuela (que era muy a menudo) seguía llevándome cosas. Así que ese día después de la visita y las risas (lo que me he reído yo con mi abuela no está escrito), cogí varias cosas para llevármelas a mi nueva morada.

La carpeta contenía varios dibujos. Nunca se me ha dado especialmente bien el dibujo, pero hubo un tiempo en el que no quería reconocerlo y le daba bastante a los lápices. Todo en blanco y negro, los colores nunca han sido lo mío. Por aquel entonces aún invertía algo de tiempo en el arte pictórico, así que quería tener mis garabatos conmigo.

La caja de brandy era como un cofre. Siempre me han gustado las cajas tipo cofres donde guardas toda clase de cosas. En mi caso, lo que guardaba eran recuerdos. Cosas de un tamaño no muy grande pero que ocupaban un espacio bastante mayor en la zona del cerebro que administra la nostalgia. Que no se si existe tal zona, pero me lo acabo de inventar y me ha parecido que tiene musicalidad.

Como tenía prisa no me detuve mucho en buscar. Cogí lo esencial. Mi despertador. No me sentía capaz de despertarme sin ese maldito trasto analógico del demonio. Y no era cuestión de llegar tarde a clase. Mi vida académica aún no era el desastre en que se convertiría en un futuro más cercano de lo que cabía esperar. Metí el despertador en el cofre del brandy, junto a dos pequeños astronautas de un Tente. Las únicas “piezas” que aún hoy conservo de esa especie de Lego viejuno que parece el Tente hoy en día. Y la joya del relato. La piedra angular… Una bala.

¿Qué narices hacía yo con una bala?

Es más simple de lo que parece. Mi abuelo era militar y en casa de mi abuela estaban las armas reglamentarias (convenientemente inutilizadas para su uso original, por supuesto) y un par de cajas de munición.

Cuando falleció, antes de que sus objetos personales desaparecieran de la casa, cogí una bala.

Yo era un crío. Los recuerdos que atesoraba en mi cabeza de nuestro tiempo juntos no precisaban de ningún objeto que me lo recordara. Pero era una bala. Era pequeña. Cabía en cualquier sitio. Así que cogí una y la guardé como un tesoro de mi abuelo. Y ese día la metí en un pequeño saco, como esos en los que los piratas metían las monedas y las gemas, según Los Goonies.

Muy bien. Ahora ya os he situado. Recordad, llevo conmigo la carpeta y una bolsa donde llevo el cofre en cuyo interior están los astronautas, el despertador y el pequeño saco con la bala.

Que comience el juego…

Me subo al autobús que me lleva a casa, pero a los pocos kilómetros me doy cuenta de que me he dejado la carpeta en la parada. Así que me bajo y regreso al punto de origen corriendo, con la esperanza de que mi carpeta siga estando allí y ningún contrabandista de arte se haya hecho con ella.

Yo corría y corría como Mel Gibson en “Arma letal” con dos objetivos claros:

Recuperar mis dibujos y sobrevivir al flato.

De repente escuché una especie de sirena arrítmica detrás de mí. Algo así como un “Birubirubiru”.

Le di la misma importancia que al resto de sonidos de la ciudad que me acompañaban. Básicamente ninguna.

Volví a escucharlo, esta vez con algo más de insistencia. “Birubirubirubirubirubibiruru”.

Respondí con la misma indiferencia ¿Qué podía tener que ver conmigo ese ruido absurdo?

Lo escuché una tercera vez, más insistente si cabe y esta vez desde dos trayectorias distintas. Eso llamó mi atención y me giré a ver qué pasaba.

Dos motos de policía venían a por mí cerrándome el paso.

Antes de que me diese cuenta, uno de los policías frenó. Se bajó de la moto como si fuera el llanero solitario. Me cogió del cuello y me estampó contra la pared.

  • ¿Dónde vas tan deprisa? – Me dijo
  • ¿Qué? – Contesté.

El policía de la otra moto también se había bajado y estaba cubriendo a su compañero.

Se acercó y me arrancó de la mano la bolsa con el cofre, mientras su compañero “The Ultimate Warrior” me abría las piernas a patadas, para comenzar con el cacheo pertinente.

No encontró la Magnum del 44 y las diez toneladas de cocaína que esperaba encontrar, pero sí que encontró mi cartera con mi documentación.

Para no soltarme, no fuera a ser yo un ninja experimentado que les hiciese una llave Vulcano al primer hueco libre que me dejasen, le pasó mi cartera a su compañero para que procediese a identificarme.

  • ¿De dónde eres? – Preguntó el segundo policía
  • De Valencia – Contesté
  • ¿Me estas vacilando?
  • Eeeeeeehhhh… No.
  • Tus apellidos no son de aquí ¿De dónde eres?
  • De Valencia… España. Nací aquí y por desgracia he viajado poco la verdad. El primer apellido es egipcio y el segundo polaco. Mi padre es jordano y mi madre de Zaragoza. Poco más le puedo decir.

Mientras daba mis datos por el walkie talkie, supongo que para que le confirmasen en comisaría que no tenía antecedentes y esas cosas, sacó el cofre de la bolsa.

Lo primero que pensé es que, visto lo visto, si se le ocurría pegar la oreja a la caja antes de abrirla, me podía dar por jodido. En cuanto escuchase el tic tac del despertador, vete tú a saber cómo de alto iba a volar su imaginación.

Pero no, directamente la abrió. Sin dudas. Sin llamar a los artificieros ni nada.

Se fijó detenidamente en los astronautas. Vi el brillo en sus ojos, imaginándolos montando guardia en la almena de alguno de sus Exin Castillos.

No me gustaba la idea de ver a mis pequeñajos confiscados, pero la vida disoluta que había llevado hasta ese día no podía quedar impune.

Comenzó a desatar el cordón del saco y al volcar su contenido una bala cayó sobre la palma de su mano.

  • ¿Y esto? – Preguntó. Con la satisfacción de haber capturado a Billy el Niño por fin.
  • Una bala.
  • ¿Qué cuento tienes preparado para esto?
  • Ninguno. Le voy a contar la verdad. Tenga en cuenta de todas formas que no tengo forma alguna de disparar esa bala (Cuando me pongo nervioso digo gilipolleces)

Le conté todo. La historia de mi abuelo, la bala, el despertador…

Me miraban atentos. Como los Fratelli a Gordi, cuando les cuenta cómo robó el tupé de su tío y se lo pegó en la cara para hacer de Moisés en una función del colegio.

Conforme iba avanzando mi relato he de decir que el policía que me tenía inmovilizado contra la pared, aflojó su presa.

Como se dieron cuenta de que la habían cagado un poco en las formas, y de que yo, pese a mi eterna expresión sospechosa, sólo era un crío despistado pero locuaz, quisieron dejar las cosas en alto.

Con un consejo como los de He-Man al final de cada capítulo.

Ya más relajados, el policía que había dejado sus huellas dactilares en mi cuello me preguntó:

  • ¿Se puede saber dónde ibas corriendo?
  • Me he dejado una carpeta con dibujos en la parada del bus. Confiaba en poder recuperarla antes de que nadie la cogiese. Por eso corría. Hubiera parado cuando me empezaron a pitar de forma extraña, pero no pensé que iba por mí. Cosas de ser inocente supongo – Contesté

Ahora viene el gran final… redoble de tambor. Imagina a He-Man señalando a la cámara.

El policía dijo:

  • Pues que sepas que corriendo no se llega a ninguna parte.

Se montaron en sus motos y desaparecieron.

Yo, nervioso, proseguí mi camino. Llegué a la parada y mi carpeta estaba allí. Todo había salido bien. No había ido a la cárcel. Seguía sin tener antecedentes penales y encima ahora era un poco más sabio gracias a la policía, que me enseñó una máxima que ha sido un mantra para mí todos estos años. Recordad amigos y amigas:

“Corriendo no se llega a ninguna parte”

Epílogo:

Tengo que decir una cosa, aunque creo que todas y todos lo tenemos claro.

Estos dos súper policías no representan a todo un colectivo.

De hecho, un policía me salvó la vida una vez. Pero esa es otra historia. Y tendrá que ser contada en otra ocasión. 

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