El soplador de hojas

El soplador de hojas no viene nunca antes de las 6 de la mañana, y nunca sopla hojas después de las 22:00. En medio todo puede pasar. No existe en la tierra horizonte de sucesos diario más variado y arbitrario que el horario del soplador de hojas del barrio.

Parece ser que quien paga los impuestos aquí, en la playa, en algún momento hizo mucho hincapié en la importancia de soplar hojas mínimo una vez al día, recomendable dos, tres si hace viento. Sí, cuando hace viento el soplador viene más. 

El soplador es un ser mitológico, pero también un concepto, casi una sustancia cartesiana, una mónada de Leibniz. Embutidos en unos trajes llenos de aire, tapan con unas gafas muy grandes y opacas sus ojos y cara. El soplador es un ente formado por distintas cualidades y personas, Spinoza tenía una teoría muy bonita sobre los sopladores de hojas que ahora mismo no recuerdo. Cuando llegan a la escuela de soplado, todos preguntan en un bucle infinito, con las gafas-máscara en la mano “¿Es que nos pueden saltar ramitas a la cara?”. Y la madre viento les contesta: “No, es para que no te reconozcan”. Nada es más importante en el soplador de hojas que su anonimato. Su unión con otros sopladores de hojas es espiritual, como un gran enjambre, y participan de esa colectividad, como sombras proyectadas desde el mundo de las ideas. La idea del soplador. 

El soplador podría ser silencioso. Podría tener una máquina pulcra y bella, de tamaño limitado y estudiado y delicados colores perla y marfil, ergonómica y funcional, casi de Apple. Podría, incluso, no hacer un ruido despiadado y febril, y en la apoteosis de la dulzura, incluso podría soñar con un horario fijo y unos tramos de recorrido marcados de antemano. 

Pero la realidad es otra, el soplador acarrea una carga titánica con un soplador (véase la importancia de que máquina y operario compartan nombre, y anótese para discurrir sobre los filósofos nominalistas) mastodóntico, metálico, plástico, con grandes palabras que llenan una definición grosera. El soplador máquina es una reminiscencia de la isla de los niños perdidos, que desde Melié hasta Jeunet han ido perfeccionando el dispositivo de cartón piedra que más ruido y viento pudiera hacer. 

La historia del soplador no es la de un ayuntamiento que necesita quitar las hojas de una calle. Piénsalo bien. ¿A dónde van las hojas que sopla el soplador? ¿Al mar? No. Simplemente, van a otra calle, son el otoño los sopladores, mueven las hojas secas, y las bolsas y las pequeñas suciedades, de una acera a la otra, esperando que el soplador de la calle contigua se las devuelva, en un partido de tenis eterno por las avenidas de esta civilización.

La máquina no se ideó para limpiar o depurar, ni siquiera para cambiar hojas de sitio. La máquina soplador fue un intento del siglo XIX por crear una máquina de tormentas. No sabemos hacer nubes a gran escala, eso es cierto, ni conseguir del todo una gran descarga de agua y electricidad a nuestro antojo allá donde nos parezca que esta es de mayor necesidad. Pero podemos crear la sensación de la tormenta. Podemos llevar con una sola mano, por todas las calles de este mundo el viento y el ruido, el sonido y la furia.

Una pequeña máquina tifónica en el brazo de un ser mitológico que realmente no existe en esta capa de la realidad, que sin avisar de hora ni motivo pasea por las calles empujando hojas, anunciando una tormenta invisible que nunca llega, como un trueno al que no siguió el relámpago jamás. Una monstruosa máquina de publicidad vacía, una sirena antibombardeo colgada en el tiempo que nadie ha sabido desactivar, y que al azar, pasa por mi ventana, asusta a mis gatos y estropea la única toma bonita que había sido capaz de grabar esta mañana. Ese zumbido avernal se cuela en bajas frecuencias y se camufla en mis auriculares, para salir una vez que el trabajo parecía del todo terminado, para lanzarlo por el suelo, con la fuerza de un ciclón, y hacerme de nuevo comenzar. Rompe al azar mis grabaciones y mis pensamientos, a punto de alcanzar el nirvana, controlado el pranayama y al borde del entendimiento místico, da igual por la mañana que por la noche, el rugido que arrastra las hojas asoma por las ventanas y me desconecta de lo espiritual. Veo, allá en lo alto de la avenida que baja hasta mi casa, cómo el soplador, sin rostro, va bajando derecho al mar, con su propia tormenta encapsulada y reta al océano, que tiene su propio viento y lo arrastra y empuja sobre las olas. Y el soplador, heredero de antigua y honrosa estirpe lo encara, baja sin rubor la rambla asfaltada hasta la arena, encabritando su quimera eléctrica que brama contra el viento de levante y le sopla aire al aire mientras las hojas crean un tornado de arena y servilletas de chiringuito en creciente espiral hacia las plantas de los pies del mismísimo Zeus.

Y yo me asomo al balcón y le grito bravo, torero le digo, con su capote transparente de cambio de presiones, muleta de isobaras, gira evitando la embestida de céfiro y de boreas, morlacos ambos de misma ganadería y distinta dirección en la cornada. Y da igual que sean las cinco de la tarde que las siete de la mañana, que una niña duerma en mi cama y se despierte, que no pueda escuchar los diálogos de una película o que haya perdido esa nota tan genial que iba a ejecutar con mi piano pero que se ha perdido para siempre bajo un mugido de plástico viento del soplador. No importa nada, ¡el soplador ha llegado!, va a levantar lo leve del suelo, lo efímero tendrá un nuevo ciclo y las pequeñas pasiones serán elevadas al viento tibio de este otoño que no termina de llegar. Soplador, ole tú, sopla que sopla, viento te quiero, contra el sueño y desde la fantasía, ser de otro tiempo, sigue llevando en círculos nuestros despojos inefables, cruza las calles con tu cálido aliento, y haz ruido, mucho ruido, en la cima de tu soledad, que yo, desde mi atalaya, te miro y grito “hijodeputa” muy fuerte, pero tú no me escuchas, porque nada escuchas que no sea tu propio sonido, y me ves, en la ventana, desnudo, moviendo airado los mudos labios.

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