Fuckable Men

Marta encuentra entre sus cosas una libreta de cuando era adolescente. En ella están apuntados los nombres de 100 hombres con los que se plantea encuentros de distinta naturaleza.
Marta Díez San Millán

3/100. Robert Carlyle

Si al menos lo hubiera escogido en última instancia, como relleno, en plan “joder, es que me había propuesto cien y mira, no sé, me mola el pelo cortado a capas”, lo entendería. Pero está en tercer lugar y salvo que yo en mi adolescencia fuese una esclava del suspense -que no, era más una esclava de Meg Ryan- y no me hubiera pirrado de veras no estaría en el podio. ¡Tercero nada menos, tronca! Así que algo hubo.

Robert Carlyle, quiero entender, tenía una mirada roedora que de alguna manera anunciaba nobleza y sencillez de izquierdas. Había protagonizado alguna película padeciendo miseria, enfermedad degenerativa o antagonismo de héroe machirulo follarín (aka James Bond) y me producía cierta curiosidad tierna de divorciado indómito. Un hombre un poco alcoholizado y violento al que se le intuye un amargo sentido del humor y quizás una virilidad de sopetón y primera instancia, bastante eficiente y sugerente.

Nos encontrábamos después de darme clases particulares de pretecnología, tras enseñarme cómo conectar una bombilla pequeña en un Belén para simular una aparición de arcángel – todo descontextualizado e incoherente en aquellos pesebres de mi imaginario juvenil-. Me invitaba a un carajillo de brandy con nata montada y se reía de mis bromas zafias sobre cristianismo sin mojarse mucho él, con la condescendencia justa de quien se sabe en una posición de poder pero al mismo tiempo no quiere perder viaje y se muestra un poco enrollado, para bajarse al nivel y tener más probabilidades de fornicio incorrecto y arriesgado. Ya sabes.

Nunca llegó a pasar nada más allá del petting con Robert Carlyle. Siempre en invierno, con muchísimo frío y sin sitio habilitado para consumar. Besos de tabaco recién liado y retromasturbación poco hábil. Un rollo triste.