Yo de adolescente creía que había que vivir al menos un tiempo y una vez en la vida en Inglaterra para luego experimentar el júbilo máximo que supondría volverse a España. Volver al sol y a la cara campesina de mirar de lejos; sin la niebla jodiéndote la profundidad de campo. Así que para mí, Kenneth era el epítome de ese gélido espíritu británico de desolación y hastío pijo, y enrollarme con él podía suponer una mili de bajona suficientemente intensa como para impulsar mi gozo al experimentar cualquier otro vínculo posterior. Un ciborg muy malo que hacía cálidos a todos los mortales.
Nada en la fisonomía de Kenn -así le llamaba yo mientras picaba de su steak tartar para hacerlo rabiar por dentro; implosionando despacito y muy educadamente- me convencía en absoluto. Cada beso de aquella boca tajo, meramente funcional, me trasladaba a la infancia en el salón de casa de mis padres viendo Luz de luna y escuchando como padre soltaba críticas desaforadas respecto a la semejante escasez de mucosa de Cybill Shephard. Besar a Kenneth era como posar la boca contra una hucha de cerdito e intentar meter la lengua. Acre sabor a dinero.
La culpabilidad de estar con un señor rico, megalómano y físicamente adverso hacía de nuestros encuentros sexuales imaginarios todo un hito de transgresión. Coitos dirigidos por Haneke y localizados en habitaciones de hotel de lujo con vistas espectaculares y sábanas de seda, pero bastante asco mutuo. Sordidez millonaria extrema. Sexo rarísimo.
El señor Branagh y yo lo dejamos cuando la trufa y el foie ya me sabían a tulipán y cuando sufrí la definitiva pérdida de sensibilidad en los pezones. Todo, claro, derivado de un consumo hipertrofiado, puesto que ya te imaginarás que a cualquier buen burgués fanático de Shakespeare, le vuelve loco el temita edípico de la succión mamaria.
No le echo de menos, no. Demasiada peste a Yves Saint Laurent en aquellas axilas lampiñas.