Fuckable Men

Marta encuentra entre sus cosas una libreta de cuando era adolescente. En ella están apuntados los nombres de 100 hombres con los que se plantea encuentros de distinta naturaleza.
Marta Díez San Millán

8/100. Russell Crowe

Nombre real:Russel Ira Crowe

Edad actual: 57 años

País: Nueva Zelanda

Altura: 1,82 m

La primera vez que nos encontramos en mi subconsciente, Russell tenía las manos atadas y estaba lleno de polvo. Tenía el pelo sucio y tieso, como si se lo hubiese fijado con heces de toro. Su bronceado de cowboy completaba la fórmula de sensualidad mugrienta. Yo sabía que se había enrollado con Sharon Stone estando esposado contra una columna del bar del pueblo en el que era sheriff Gene Hackman y que además de tener esa habilidad digna de Houdini para el magreo efectivo en circunstancias tan adversas, había leído muchísimas veces la biblia, porque le llamaban “predicador” y no parecía un mote. Era, por tanto, la persona más intelectual del pueblo.

La biblia, al final, aunque no era la mejor obra literaria que te puedas echar a la cara sí que constituía lo único que podías conseguir con facilidad en la época y comunidad a la que pertenecía este hombre. Mi rollo con Russell fue completamente onírico y adscrito exclusivamente a aquel contexto de western mainstream de baja estofa, de modo que mis exigencias para con su personalidad y maneras, incluida la higiene personal, eran bastante bajas. Supongo que si aquella fantasía hubiera tenido olor, no habríamos pasado de un puñado de miradas a lo Sergio Leone muy de lejos y entornando los ojos.

Yo disponía de un hermoso pajar con un colchón relleno de grano al cuál llevaba a Russell de madrugada cuando todos los villanos dormían y antes de que fuera condenado a muerte. Le daba de beber leche y le curaba las llagas que le formaban las esposas de cuerda gorda. Nos tumbábamos sobre el colchón campesino, haciendo la cuchara. El disfrutaba del remanso de paz y quietud que suponía no tener literalmente una soga al cuello ni que dormir de pie. Y yo me frotaba un poco contra su pelvis, distando siempre al menos cuatro centímetros de capas de tejido entre sus genitales y mi culo: sumando enaguas, falda, pantalones de cuero, calzones largos y kilos de ladillas del Oeste. Y no pasaba nada más. Y era todo muy bonito.