Cualquier ciudad contra la lluvia

Caen los labios del tiempo sobre la ciudad que cierra. Sus esquinas en conflicto y sus plazas a media luz casi de lumbre. Paseo por avenidas que no me suenan. Cierran tiendas que no conozco. Saludo a dentistas que no son los míos.

Atravieso edificios nuevos, con su tristeza recién estrenada. Locales que están por ver y franquicias que han encontrado en esta nueva densidad un parámetro suficiente. Cada vez se parecen más todas las ciudades. Sus atardeceres de copiar y pegar. Los malvas atrapados en el reflejo de una ventana semiabierta. Terrazas pequeñas con hombres pequeños fumando y apagando el cigarro contra una fachada de estuco basto.

No conozco demasiado Córdoba. No he jugado partidos en colegios de porterías pintadas sobre la medianera. No me han echado de ninguna discoteca. No he ejercido mi derecho a sentir cierta complicidad con camarero alguno. No he gastado las aceras con mi paso plomizo y errático.

Cuando llegué pensé la idea de hacer amigos. A los treinta y seis años hacer amigos de forma espontánea es complicado. Todo el mundo anda atrincherado en la culminación de si mismo. Somos menos porosos. Me cuesta formar parte de todas las tribus de las que me han echado. Soy un extra en las vidas que se cruzan.

Quiero ir a Vitalogy y comprar algún vinilo. Pero no tengo tocadiscos aquí. Pienso ir al Automático y escribir esto que estoy escribiendo. Pero todavía no entiendo bien su modernidad filtrada y añeja. Además el otro día me senté y creo que rompí una silla. O la silla me rompió a mi, ya no recuerdo. Puedo seguir la calle y llegar al Jugo. Puedo beber vino natural en su tenue resplandor de vela. Allí estuve cerca de hacer mi primer amigo, pero las piezas del puzle me llegaron desordenadas.

Recién aterrizado en Córdoba fui al festival de poesía Cosmopoética. Me gustó el recibimiento. Siempre me ha fascinado Alberto San Juan. Le juré fidelidad eterna después de Días de Fútbol y Bajo las estrellas. Ahora leía a Lorca en una iglesia reconvertida a sala de usos múltiples. Precioso. Bien gestionado. Mucha tripa. Perfecta. Al salir, fuimos a tomar un vino para no cerrar la noche en seco. Vi a un muchacho de la organización del festival postrado en la barra. Le estaba diciendo a la camarera -que siempre es distinta- que el recital debía estar apunto de acabar.

Por supuesto me metí en la conversación con la torpeza de un cirujano en prácticas. “Ha terminado ya / ha sido la hostia / dos vinos por favor”. El chico no se giró. Aquí la gente es así. O todo lo contrario. Me cayó bien en cualquier caso. Lo paradójico es que al día siguiente escribí a mi Cordobólogo de cabecera, mi viejo amigo Pablo Povedano. Me contestó rapidísimo -como hace siempre- felicitándose por la existencia de un festival de poesía en su ciudad natal. Me dijo: “…en eso está metido un escritor, Antonio Agredano, seguro que te gusta.”.

Google y la vida. Era el tipo que había visto en la barra del Jugo. No me lo podía creer. Me podía sentir identificado con él pero su noche era más larga. Mirada ávida y cansada. Ocupando un espacio pero no necesariamente un tiempo. Tampoco le di tanta importancia. Casualidades. Semanas después, deambulando por el rastro de Madrid, me metí en el café Molar para ver y ser visto. En una de las estanterías: Prórroga de Agredano. Lo compré, lo guardé y cuando lo necesité, lo leí. Un libro iniciático, umbrío y luminoso al tiempo. Una biblia si cae en terreno fértil. Un libro por el que uno siente la necesidad de seguir escribiendo. Porque enseguida se aprecia el efecto terapéutico de las mejores metáforas.

Meses después tengo que reconocer cierta suplantación de identidad. He asumido alguno de sus escenarios. He hecho el mínimo común múltiplo de algún recuerdo y he vuelto a deambular con otro ritmo por esta ciudad prestada. He entendido que todos somos la navaja que araña la fecha en el árbol. Las ciudades son la fotografía de cualquiera. Yo casi conocí a uno de los mejores escritores que he leído.

Por algo se empieza.

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