Exilio Topanga: …Y Bunbury se hizo líquido

Comisarías de policía, sirenas de ambulancia, vagabundos que discuten con semáforos, mendigos que fallaron al Sistema -o que el Sistema les falló a ellos-, centros de rehabilitación, prestamistas con dudosas intenciones, soñadores que soñaron lo que pudieron -o lo que les dejaron-, tendidos eléctricos, Bellini Drive, el arquitecto de estilos de vida y los cincuenta magníficos, Melrose Ave, programas de televisión en el canal por cable, la despensa de la cocina del infierno, West Hollywood, Doug y sus presupuestos, Richard y sus aparatos de radiofrecuencia, Charles Manson y Bobby B., suburbios llenos de delincuentes, porteros de edificios vestidos de Santa Claus, agentes de bolsa arruinados, Rodney King, el tráfico de la ciento uno y la cuatro cero cinco en hora punta, o el descuartizador de WeHo.

Estos son solo algunos de los elementos que constituyen Exilio Topanga (La Bella Varsovia, 2021), el debut literario de Enrique Bunbury, y que si los unimos en el orden correspondiente nos pasa como cuando de pequeños uníamos los puntos de los dibujos y salía una galaxia hermosa, con la diferencia de que lo que aquí vamos a encontrar es una constelación de alambres oxidados. White trash del bueno. Basura blanca (en el buen sentido de la palabra). Realismo sucio en estado puro.

Siguiendo la línea oscura y decadente que impregna gran parte de las letras de sus discos, Enrique se sumerge nuevamente en las aguas del desencanto, como si estuviera tratando de escapar constantemente de la luz para describirnos, durante su búsqueda de casa, cómo es la vida en Los Ángeles más allá de lo que vemos en el cine. Y, entre el Downtown de una ciudad y el Downtown de otra, también deja espacio en el libro para hablar de amor (a su mujer, a su hija, a su gato), de su pasado (en clara alusión a su antigua banda), de sus tristezas (todavía colea algo de lo que él prefiere no hablar, pero de lo que los demás preferimos no callar) y de John Lennon.

Exilio Topanga está compuesto por veintinueve poemas de rima y métrica libre tan directos que podrían pasar por microrrelatos (Enrique no dice nada que no sea necesario). En cada poema se transfigura el desencanto (nada hace pensar que las cosas estén mejor en otra parte) y se mezcla con ciertas dosis de humor -todo muy Carver o Ford-, lo que facilita enormemente la lectura.

Abre el poemario, Soñadores, donde Bunbury se muestra claramente en contra del placer instantáneo y la urgencia de ser feliz, y lo cierra Las llaves, en la que cita (y nosotros nos la imaginamos cantada con melodía de blues y voz rota): Nos alejaremos del todo / para estar más cerca / para considerar solo lo que de verdad importa. Y, en el camino, una sucesión de historias donde Enrique participa y observa a la vez, y que sorprenden por el conocimiento que muestra de algunas materias que pensábamos ajenas a él, como el mundo empresarial o los materiales de los que están compuestas las bombillas, por lo que uno considera que cada vez son menos las voces autorizadas para hablar de su vida, porque de cualquier cosa que pensemos de él probablemente estemos equivocados. 

Enseguida llegamos a uno de mis poemas favoritos del libro, Misteriosa California, una oda a los programas de entretenimiento ufológico, donde Enrique se muestra especialmente divertido y que concluye con (atención spoiler) el intento fallido de los muchachos del programa por grabar apariciones de los visitantes. Pero la sonrisa en la cara nos dura poco. Exactamente media cara de papel en blanco, que es lo que tarda en aparecer No te conviertas en un extraño, donde Bunbury vuelve a hacernos ver que nunca olvida cosas en sus destinos -y que, a diferencia de nosotros, no tiene la necesidad de echar un último vistazo a las habitaciones antes de salir para siempre de ellas-. Hay un claro guiño a Héroes del Silencio escondido entre los versos, principalmente en Ante la posibilidad de volver al lugar de la confrontación / ¡Aléjate o saldrás herido!, dando a entender que hubo una guerra que posiblemente él no inició, pero de la que sí participó (aunque fuera demasiado joven para recordarlo), y nos convence de los beneficios que compensan el sacrificio realizado. Y es que, lo que ha hecho Enrique desde que dejó Héroes ha sido, básicamente, acostarse pronto. Y habrá soñadores, hipnotizados todavía por las melodías de la banda -porque había algo de control mental en su música, como el LSD del MK Ultra-, que se empeñen en que vuelva a ponerse la cinta en el pelo. Porque se aferran a sueños de fe incierta. Porque no pierden la esperanza de que un día puedan reanudar los sueños. Porque siguen teniendo sueños esperando deshojar la margarita de los pétalos pares. Porque, para ellos, esas canciones eran la prueba de la existencia de Dios. Y porque saben que, por mucho que se intente, ninguna huella se elimina del todo. 

Como si se tratara de una partida de videojuego, pasamos de pantalla y alcanzamos después, Tristeza desconocida, en clara alusión a lo que el propio Enrique tuvo que escuchar hace no tanto tiempo por tipos con demasiadas manchas de humedad en el corazón, y donde nos cuenta que Mi voz es hoy amarga / y espanta aquello que más he querido. Y es que no hay nada más triste e injusto que ver cómo se repiten opiniones de segunda mano, sobre todo si proceden de gente que parece que trataran con el mismísimo hermano pequeño de Dios, pero que, en realidad, no son nada más que tipos de ojos verdes color agua estancada, con terrores nocturnos, para los que los castillos son solo un conjunto de piedras ordenadas, que se bajan aplicaciones de móvil para ver cuál es el estado óptimo de La Luna que provoca las mejores mareas que les permitan tener una buena pesca, y cuyo método para escribir libros consiste, únicamente, en apuntar la meada en la pegatina de la mosca de los inodoros de los bares.

Y todo esto que acabo de contar ocurre cuando solo llevamos 30 páginas del libro.

En cualquier caso, Bunbury nos ha demostrado ya en numerosas ocasiones que no rehúye el enfrentamiento y que sabe encajar los golpes bajos, y que parece sentirse cómodo colocándose en la periferia de un huracán que no puede pasarse por alto, aunque la intensidad del mismo se retroalimente aún más y gane potencia a su paso por los esquemas de vida que alguien está diseñando por nuestro bien (aunque nadie nos haya consultado antes si hay algo que fuera mal). Y eso es lo que nos cuenta con mucha ironía en las tres partes de El Economist, donde el arquitecto junto con el Majestic 50 -un grupo de expertos que nos recuerdan a aquellos tipos que se reunían con El fumador de Expediente X en una sala llena de humo entre partiditas de golf-, establecen la hoja de ruta para las generaciones venideras: reciclaje, calentamiento global, bicicletas, trabajo a distancia, inteligencia artificial y reuniones a través de pantallas de ordenador. Lejos queda ya lo que pensábamos que era el futuro hace unos pocos años, como esas empresas que tenían unos terminales en los que tú mismo te cobrabas la comida que cogías de las estanterías, sin colas y sin que nadie te vigilara, confiando en que, efectivamente, fueras sincero y te cobraras lo que habías elegido, y en el que había un cartel pegado en las máquinas avisando de que cada mil cobros tenían una alarma programada para que sonara, y, en caso de ocurrir, entonces la amable señora de la cocina se acercaría a revisar cordialmente el ticket y echaría un vistazo por la bandeja. Por desgracia, el home office nos impedirá saber si esa alarma sonará alguna vez más y si a algún ejecutivo le sacarán los colores por tratar de no pagar una ensalada ante la atenta mirada del resto de comensales.

Y con esto, hacemos un descanso en el poemario, en el que nos permitimos hablar de Bunbury antes de que él nos hable de su gato. Para empezar, diremos que parece que últimamente se le está empezando a poner cara de Damon Albarn, por su incontinencia creativa y por su catálogo de vida, que podríamos resumir en una frase: pensar no es una pérdida de tiempo. Y es que, en este panorama musical y literario donde todos se parecen (nos parecemos) al espacio y al tiempo en el que vivimos, Enrique no se parece ni a lo uno ni a lo otro, por lo que se rige por unos mecanismos de velocidad distintos: la pausa.

Pero para músico británico en boca últimamente de los seguidores del maño tendríamos que hablar de sir Paul McCartney y de la instantánea que hemos visto de ambos juntos en un restaurante, e imagino que cualquier seguidor habrá pensado qué es lo primero que le preguntaría a Enrique si se lo encontrara a él en algún lugar. Aunque supongo que, más que una pregunta (la obvia ya la conocemos todos), lo que la gente le pedirá ahora (y ya puestos, le deseará) es una pronta recuperación. Y es que ya han pasado unas semanas desde que Bunbury anunciara su adiós a los escenarios en un comunicado que provocó que a más de uno se le subiera de golpe toda la sangre a la cabeza. Apuesto a que ningún pájaro tuvo fuerzas a la mañana siguiente para salir del nido. Y, aunque la vida de Enrique dejó de ser hace mucho tiempo un continuo deslizar por un tobogán de colores, y ahora nos parece, más bien, una canción de blues, sus seguidores se sienten tranquilos. Porque saben que Enrique tiene visión panorámica y que sabrá compensar de alguna u otra manera su ausencia. Y porque con cada publicación, bien sea puramente musical, bien audiovisual o bien editorial, enriquece sus miradas.

Reanudamos el poemario con B.L.T.C., el gato de Bunbury, en el que Enrique nos habla del bullying que sufrió por parte de otros felinos hasta que acabó en su regazo. Se trata, sin dudas, del texto más conmovedor del libro, que se encuadra en el mismo bloque que Mi escondite, el poema más “musicalizable” de la obra, que nos transporta a Antes de desayunar (El puerto, EP) y que, al leerlo, a uno le parece recordar, de pronto, el perfume del amor perdido y le parezca percibirlo en el aire. 

Llegados hasta aquí y si esto fuera un vídeo VHS de los 80, le daríamos ahora al botón de FF para pasar unos cuantos poemas, no porque no sean buenos sino porque mi editor me ha revisado ya cuatro veces el artículo y las cuatro veces me ha pedido que lo acorte (mi estrategia anterior de mandárselo con tamaño de letra 8 y párrafo sencillo no ha colado). Así que avanzamos hasta el que para mí es el single del libro: Fallo del Sistema. El desamparo absoluto. Tomándome alguna licencia, aquí encontramos a yuppies que lo perdieron todo en fondos de inversión, indigentes contándose historias a sí mismos o culpando a las nubes (a las que solo ellos consiguen ver de una forma determinada) de su mala suerte, aspirantes a famosos viviendo en la calle y vestidos como si fueran a pasar un casting, con la ropa sucia y tratando de limpiar las manchas con saliva mientras esperan que alguien se les acerque y les dé una oportunidad, toxicómanos sin dientes a los que el azúcar líquido les comió los brazos, viudas de soldados que combatieron en países lejanos y que nunca supieron los poemas que les escribieron en las paredes de esos otros continentes, o veteranos de guerra traumatizados durmiendo en cartones o en centros de rehabilitación y que todavía se despiertan de madrugada gritando y dándose golpes en la cabeza. En definitiva, los quicos en un plato de frutos secos.

            Y, en esa misma línea y si tuviéramos que elegir el siguiente single, nos decantaríamos por Hormigas rojas, Hormigas negras, donde nos llama la atención algo que dice: El fin del milenio llegó veinte años tarde / O las cifras no cuadran / o las baterías de la calculadora Casio se gastaron en mil novecientos noventa y siete. Y es que, ese año, básicamente, Enrique se imaginó el futuro y saltó a las vías del tren. La primera vez. Luego volvió a hacerlo ocho años después, y ahora -por sus problemas de salud- una tercera (y solo Dios sabe cuántas veces más le quedan aún), pero, para su tranquilidad o desasosiego, como en las ocasiones anteriores, ya nos encargaremos nosotros de desviar los carriles todas las veces y que ese tren no le pase por encima. Porque, aunque siempre nos han contado que la vida es elástica y que tenemos que adaptarnos a las circunstancias, nadie, salvo Enrique, nos había enseñado que la línea del tiempo no siempre es recta. Porque es posible que él no nos necesite a nosotros, pero nosotros sí que le necesitamos a él.

            Y, con Exilio Topanga, esta dependencia, lejos de disminuir se acrecienta. Porque su debut literario ha estado a la altura y nos ha enseñado un futuro prometedor que está por llegar, pues, aunque su garganta falle, su mano y su cerebro siguen intactos. Porque con este poemario, uno tiene la sensación de que Bunbury se ha elevado un palmo por encima del suelo y se ha hecho líquido, ocupando todo el volumen alrededor de sus seguidores para indicarles (indicarnos) que el escenario no es el final. Porque la vida empieza muchas veces. Y porque los pájaros se despiertan siempre cantando.

En definitiva, nos encontramos ante 122 páginas llenas de poemas cuyo único delito es que se parecen demasiado a él, y donde ha quedado claro que Enrique se encuentra encendiendo nuevos motores y que Exilio Topanga es solo el comienzo de un movimiento armónico complejo.

Que no solo de canciones vive la música.

Y que solo Bunbury ha nacido para ser Bunbury.

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