Dile siempre que no estoy

Mi abuela era de ese tipo de personas que cuando estás haciendo algo susceptible de ser peligroso te decía:

  • ¡Te vas a caer!

Y en ese momento te caías. No fallaba. Si lo decía ella, iba a pasar. Es posible que te estés preguntando ahora mismo si cabía la posibilidad de que tuviese dotes adivinatorias, o quizás simplemente su presencia provocase el suceso. Créeme, yo llevo 43 años preguntándomelo y sé que me iré de este mundo sin saberlo (realmente no tantos, 43 es mi edad, dudo que me preguntase ese tipo de cosas a la tierna edad de 3 horas, pero es una forma de hablar tan socialmente aceptada, como poco precisa).

Por eso, la primera vez que vino la parca preguntando por mí (al menos que yo recuerde) ahí estaba ella, premonitoria, regia, expresando su sentencia segundos antes de mi “descuido”…

  • ¡No te sientes tan en el borde que te vas a esnucar!

Ella siempre le quitaba la “D” al verbo desnucar, quedaba más gracioso y reducía la pausa entre palabras. Era como resbalar por la frase.

“QUETEVASAESNUCAR” era un concepto en sí mismo, una unidad de medida, una palabra mágica, como ABRACADABRA, una llave mística que conseguía que pasasen cosas.

Yo estaba sentado en el borde de la mesa del comedor, y cuando mi abuela dijo la palabra mágica, se me resbaló el culo y caí dándome un fuerte golpe en la nuca con el canto del mueble. Me quedé aturdido un rato, segundos, minutos, no lo sé. Pero cuando me incorporé todavía mareado, mi yaya me dijo:

  • ¿Ves lo que te decía?

Damos un salto adelante en el tiempo para encontrarnos de bruces (springsteens jijijijijij ok, ok, chiste nefasto) con otra de las veces en las que todo parecía indicar que mi tiempo aquí había expirado.

Había un gran atasco en medio de la ciudad, yo iba caminando y tenía que cruzar un paso de cebra. Es verdad que el semáforo estaba rojo para los peatones, pero es que absolutamente todos los coches estaban parados, pegados unos a otros sin posibilidad alguna de moverse en un rato considerable. Así que empecé a cruzar el paso de peatones sorteando en zigzag todos los vehículos que me encontraba parados sobre el asfalto. De repente, cuando superé una gran furgoneta de color blanco, no me di cuenta que detrás se encontraba el carril bus, que estaba libre de atascos. Justo cuando asomaba mi pie por delante de la furgoneta blanca, un autobús pasó a toda velocidad golpeándome la puntera de la zapatilla y haciéndome girar varias veces sobre mí mismo, como si fuera Barýshnikov en “Noches de Sol”.

Lejos de hacer un agujero en el suelo en plan taladro, como en la peli de Superman, caí de culo frente a la furgoneta. El autobús ni siquiera frenó, supongo que el efecto de un pie golpeando su parachoques fue insignificante. Eso sí, varias personas vinieron a ayudar a levantarme y a preguntar como estaba, lo cual fue todo un detalle.

No crucéis nunca a lo loco, niños y niñas.

En otra ocasión y para evitar el atropello de un precioso cachorro de Golden retriever llamado Luka, me lancé al rescate y conseguí agarrarlo provocando mi propio atropello, y juntos Luka (entre y mis brazos) y yo, nos estampábamos contra el parabrisas de un Ford Fiesta. El coche parecía no haber visto al pequeño perro pero si al gilipollas que apareció de la nada como si fuera Zubizarreta. Gracias a esto, frenó, no todo lo que debiera, pero lo suficiente como para que Luka y yo no nos rompiésemos ningún hueso.

Los “dueños” (fea palabra para referirse a la relación que te une a los animalillos con los que decides compartir tu vida) de Luka, me agradecieron el gesto con lágrimas en los ojos.

Si la naturaleza se comportó de manera habitual, por los años que hace de esto, estoy seguro de que Luka ya no está entre nosotros. Espero que viviese una vida plena e hiciese cosas buenas en plan “La dama y el vagabundo”, y no pasase sus años siendo una especie de “Cujo”.

Aunque yo hubiera actuado igual fuese cual fuese su futuro ¡Qué demonios! ¡Es un perro!

Recuerdo una vez que unas anginas, me provocaron una fiebre de 42.2°C. Yo estaba delirando, unas espirales enormes salían de todas partes como tentáculos oscuros que querían llevarse mi alma o algo así. Recuerdo poca cosa más, pero sí que recuerdo la actitud del médico y la cara de preocupación de mi madre. La verdad es que daba la sensación de que todo el mundo se estaba preparando para lo peor. La fiebre tan alta deja secuelas, en mi caso ahora escribo cosas en Bunkerhill.

No es la única secuela, también sigo esperando el día que Cthulhu regrese para acabar su trabajo…

42.2°C No te digo más.

Yo no soy muy de campo, ni de hacer rutas y esas cosas, soy más bien de asfalto puro y duro. Pero recuerdo un día que me pareció buena idea subir una montaña. No hablamos de escalar el K2 como en “Límite Vertical”, si no de subir andando (a veces gateando) por una pendiente muy pronunciada. Y claro, como no podía ser de otra manera, me tropecé y empecé a rodar montaña abajo. Cada vez a más velocidad, comiéndome cualquier rama, piedra o escarabajo que se cruzaba en mi camino. No podía parar, pero se acercaba un salto vertical de un par de metros por el que, a esa velocidad, iba a salir literalmente volando. Estiré los brazos como un loco intentando engancharme a cualquier cosa y de repente ¡ZAS!, frené en seco. Me había cogido con todas mis fuerzas a un tronco lleno de espinas, que se clavaron en mi mano en cantidades industriales. Pero fue más el alivio de no partirme en dos contra un árbol, que el hecho de que mi mano fuera una manopla de color rojo.   

Una de las veces que más se me pudo complicar el asunto fue un día. En Salou…

Salou, qué tiempos aquellos.

En Salou la cosa se desmadró un poco…

Creo que se merece un capítulo aparte.

Si, definitivamente.

Y ahora os dejo aquí un final abrupto y me voy.

Compártelo