Meterle fuego

Nosotros decíamos que vivíamos en una urbanización pero no era una urbanización. Ni tampoco una barriada, ya que no había tiendas o establecimientos; más bien era pequeño poblado de chalets rodeados de árboles y descampados, cerca del monte.
Allí crecimos a mediados de los noventa al abrigo de la burbuja inmobiliaria de las piscinas, con el Canal Plus y la mini-cadena, gracias a los trabajos de nuestros padres que vivían como nuevos ricos sin ser ellos nada eso. Pero esa es otra historia. La historia es el verano.

El verano sabías cuándo empezaba pero nunca cuándo terminaba (en cambio sí que se sabía cómo: un día te dabas cuenta de que la piscina tenía el agua verde mientras escribías la carta a los Reyes). El caso es que siempre empezaba con la noche de San Juan, o mejor dicho, con la liturgia de sus preparativos. Era nuestra peculiar pretemporada. O nuestra mili. Porque dos o tres semanas antes, cerca ya de terminar el curso, los mayores del poblado nos convocaban a los pequeños, que tendríamos entre nueve y doce años, para comenzar la recolección anual de maderos y ramas que conformarían la faraónica obra de cada 23 de junio (o 24, esa otra): La hoguera. Nuestra ofrenda a la adolescencia.

No se me ocurre mejor forma de explicar la trascendencia de este asunto que decir que los petardos quedaban en un segundísimo plano; a nadie le importaban. Lo importante era hacer la hoguera más grande de la zona. Nuestra jornada laboral era de 9:00 a 14:00 y de 16:00 a 20:00, con alguna parada para beber agua y vomitar. Así durante dos o tres semanas, sin librar.
Se podría decir que el grupo que los mayores (algunos nuestros propios hermanos) nos explotaban, pero no creo que se pueda hablarse de explotación cuando el explotador se explota a sí mismo como el que más. De hecho se encargaban de las tareas más peligrosas, como colarse de madrugada en obras y robar cantidades industriales de palés (hubo un verano que las empresas de construcción estuvieron apunto de poner vigilancia por las noches).

Se hacía un plano. Sí, un plano. Primero había que cavar un agujero donde incrustar el “palo guía “, que funcionaba como columna vertebral de la estructura. De esto no supe nunca quién se encargaba (supongo que el padre de alguno), ya que una mañana cualquiera día nos lo encontrábamos allí ya colocado; nosotros, excitados pero también angustiados ante la señal de Batman. Después, los más pequeños nos encargabamos de poner cientos de ramas secas, palos y hojarasca en la base para que prendiera bien. Finalmente, los palés se colocaban en los laterales, como refuerzo, para afianzar la estructura de pirámide. O mejor, de árbol de Navidad. Esto se hacía la noche de antes, dando ya por finalizada nuestra labor. Así que todos reíamos aliviados y brindábamos con nada, que era justo lo que teníamos.

Debió suceder en el verano del 95 o del 96. Durante años, la ceremonia de encendido de la hoguera estaba supervisada por todos los padres del poblado, los cuales se encargaban de vigilar que la cosa no se descontrolara y, por qué no, de disfrutar con sus hijos de una noche tan especial, admirando la gigantesca pira en la que habían trabajado sus muchachos durante semanas. El caso es que ese verano, los padres venían proponiendo días antes proceder al encendido de la hoguera antes de las doce de la noche, que es lo que dictaba el ritual. Los mayores se negaron en rotundo y nosotros nos negamos también a lo que se negaban los mayores.

Esa noche de San Juan, los más impacientes estábamos ya en el descampado con nuestras familias desde las nueve de la noche tirando petardos ridículos mientras los padres miraban impacientes el reloj, pensando probablemente en la factura del agua y en cómo vender el maldito chalet. Los mayores llegaron muy tarde aquella noche, con el bidón de gasolina, sobre las once pasadas, pidiendo calma y tranquilidad al resto, que mostraba ya síntomas de desesperación (sobre todo los padres). Mi abuelo, que no tenía muy buen humor, comenzó a increpar al que llevaba el bidón para que encendieran ya la hoguera, ya que que quería irse a dormir cuanto antes. Al cabo de unos minutos, a las once y diez de la noche, mi abuelo aprovechó un descuido de éstos para coger el bidón de gasolina y se dirigió corriendo a la hoguera, riendo, diciendo que le iba a meter fuego. Y le metió fuego, arruinando así Dios sabe qué.

Igualmente ardió, pero de otra manera.

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