La cena de la gente del curso intensivo de la academia de inglés

Debió ser a los veintiséis o a los veintisiete cuando te diste cuenta de que las cosas serían así siempre. Quizá mejorasen un poco con los años, pero no demasiado.

Depositaste en la universidad todas tus esperanzas. No ya de encajar o tener un grupo de amigos o de ser alguien, sino de ser algo. Los dos últimos años de instituto te fueron colocando en esa zona insulsa donde ni se ríen de ti ni te ríes de nadie; la oscura liga noruega. Y la vida debe estar en la universidad, pensaste. Ibas arrastrando, como un lastre, amigos del colegio como heridas mal curadas, como un acné con mala sombra. Te empezaban a poner triste, triste de verdad, las cartas Magic, los grupos heavies o el fútbol regional. En la universidad habrá otros como yo,  te repetiste una y otra vez. Y lo cierto es que había otros como tú: chicos y chicas solos y solas. Fantasmas que no tienen a quién aparecerse.

Debió ser, como decía, más o menos a los veintiséis o veintisiete años, quizá un poco más tarde, cuando pensaste que si en la universidad tampoco, dónde y cuándo iba a ser si no. Ni siquiera el libro de Milán Kundera que ponías a la vista de todos en la mesa de la cafetería durante todo el cuatrimestre movió un sólo átomo de tus compañeros. Tampoco el pequeño grupo con el que ibas a la filmoteca una vez al mes contó contigo para otros planes. Hubo chispazos, sí, pequeños conatos de pertenecer a algo, pero al final todo se deshacía como una cuerda sumergida en ácido.
Tampoco te rendiste, lo sé. Abriste el campo de acción y exploraste otras opciones, otros mundos, otras personalidades: un tatuaje, la repostería, un festival de música indie, el activismo social, el running o Londres. Y nada. No duraba más de un par de meses el espejismo de tener algo parecido a un grupo de amigos.

Luego llegó el trabajo y al tercer mes te cansaste de sugerir a tus compañeros hacer los viernes de cerveza “after-work “. Te encargabas de recolectar el dinero para el regalo de los cumpleaños de todos; los tenías apuntados en el móvil desde el primer día. Siempre con una sonrisa con esto y aquello, acelerando el paso cuando salías de su campo de visión. También mirabas la agenda cultural de la ciudad y les recomendabas a cada uno, según sus gustos, tal concierto, tal exposición, tal taller de alfarería. No con la esperanza de ir con ellos, sino con la esperanza de existir.
Y por último, te tuviste que apuntar a finales de noviembre a un curso intensivo de dos semanas en una academia de inglés, ya que en el trabajo exigían el nivel B2 para optar a un ascenso y el examen era dentro de un mes. Y fue allí donde te conocí.

Éramos unas doce o trece personas. Cuatro horas por la mañana y dos por la tarde, de lunes a viernes. Había estudiantes de dieciséis años, madres coraje, hombres divorciados y universitarios descolocados; no éramos precisamente lo que se dice una piña, sino más bien gente en apuros. A la hora de comer cada uno se iba a su casa, ya que las distancias en la ciudad son pequeñas, pero tú te quedabas en el banco de enfrente de la academia, comiendo un sándwich y mirando el móvil. El último día del curso nos despedimos cordialmente y nos deseamos suerte. Incluso alguno sonrió por primera vez durante esas dos semanas. Entonces te vi intercambiando el móvil con otro chico de tu edad, pero no entendí bien lo que decías. Antes de irte, dijiste que estaría bien organizar una cena con todos para después del examen, ya que en las vacaciones de Navidad estaríamos todos más disponibles.

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