Otra cosa

Ves una foto de un pequeño pueblo costero del sur de Italia, con sus casitas blancas salpicando aquí y allá los acantilados, con sus las playas de un azul insultante, y te gustaría estar allí, tumbado en la arena, tomando un cortado en esa terraza, recorriendo en moto ese camino serpenteante. El problema surge cuando estás allí y la postal desaparece porque, precisamente, estás allí; lo único que ves es cielo, mar, carretera u horizonte, los cuales, para qué engañarnos, son al fin y al cabo lo mismo. A nadie le importa la perspectiva que tiene lo fotografiado.

Lees un libro, escuchas una canción o ves una película donde el protagonista es un detective, un bohemio o un asesino a sueldo, y sueñas con ser como ellos, así que te pones a escribir, a componer o a rodar para meterte en su piel. Para habitarlo. Para perseguir a la rubia, para beber bourbon en cabarets, para disparar con silenciador y llevar abrigo largo. Pero los tipos duros no hacen canciones, no escriben libros, no ruedan películas. Están a otra cosa. Están a otra cosa.

Ves a un tío por la calle que viste mejor que tú; no más elegante, ni con ropa más cara, simplemente viste mejor. Todo es orgánico en él, está más en consonancia con el sitio donde está, el día que es y lo que está haciendo. Tal abrigo heredado de su abuelo, impecable. La gorra de turno. Esas zapatillas que compró hace ocho años y aún tienen algo que decir. El ancho de los pantalones que va un año por delante de lo que será tendencia. No parece preocuparle la moda. Sólo se pone la ropa que tiene. Y si no la compra de segunda mano. No puede ser que la última persona preocupada por la moda en el planeta Tierra sea la que mejor vista, piensas; y sin embargo lo es. No se detecta en su rostro la angustia de quien ha tomado decisiones. No. Visitó siempre así, intuyes. Entonces te pones las pilas. Y empiezas por el tejado, tratando de renovar tus paraguas (prestados de tu madre, algunos claramente de chica o de niño comprados apresuradamente en el chino) y te vienes abajo. A ese tío las cosas le vinieron de cara, concluyes. Pero sabes que no es verdad.

Luego rechazas el premio poque crees ciegamente que al hacerlo te honra, con lo cual el premio duplica implícitamente su valor. Pero lo cierto es que es la mitad del premio. Así queda en la historia.

Más adelante miras a tu hijo para ver cómo te mira. Para comprobar si está viendo a tu propio padre o te está viendo a ti. Y te das cuenta de que esta mirando unos centímetros más arriba de tus ojos, a tu flequillo.

Y finalmente compras un rollo de bolsas de basura que vienen envueltas en cartón, el cual hay que quitar antes de poder sacar una. Y te das cuenta de que el cubo de la basura no tiene bolsa para tirar el cartoncito que las envuelve, así que lo rompes, pones una bolsa en el cubo, y luego tiras el envoltorio de las bolsas de basura. Y te crees muy listo.

Y entonces te pones a escribir esto, pero tampoco funciona.

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