La Pierna Mala

Cuando tenía 9 o 10 años me uní a un equipo de fútbol de verdad, de esos que te pedían sacarte el carné de identidad para poder hacerte la ficha federativa y te daban las equipaciones. Y aunque el sueño de convertirse en futbolista parecía encontrarse cada vez más cerca, en mi caso fue justamente al revés. Para empezar, ya desde el primer día les cogí manía a mis dos entrenadores. Uno era bombero y el otro policía. Recuerdo que los dos tenían bigote y que ya eran abuelos, y que se pasaban los entrenamientos hablando de todo menos de fútbol. Yo venía de la calle, de poner las chaquetas del chándal en el suelo a modo de porterías, de pedir los equipos y que los dos buenos no jugaran juntos para estar nivelados, de yo ser la tercera o cuarta opción y rezar para que no me tocara de portero, y enseguida ponernos a jugar hasta que la madre del dueño del balón le llamara desde el balcón para que subiera a cenar. Pero cuando iba al club, las cosas eran bien diferentes. Las sesiones empezaban con interminables carreras alrededor del campo, y para cuando al fin nos daban la pelota, yo casi no tenía fuerzas ni para estar de pie. Entonces, el entrenador se ponía en el semicírculo al borde del área, nosotros le pasábamos la pelota y él la devolvía de pared a uno u otro lado para que disparáramos. Y tenía siempre la costumbre de ponérsela en la derecha al zurdo, y al diestro en la izquierda. Él decía que era para que mejoráramos “la pierna mala”, pero yo siempre tuve la sensación contraria. No sólo no llegué a darle jamás bien con la izquierda, sino que fui perdiendo golpeo con la derecha. Creo que no metí un solo gol en un entrenamiento en mi vida.

En esa época, los números aún significaban algo en el fútbol. El 11 era el extremo izquierdo, el 8 el interior derecho, el 10 el media punta, el 7 el segundo delantero, el 9 el delantero centro, el 4 el central marcador, el 5 el líbero (es decir, el otro central pero encargado de sacar la pelota), el 6 el centrocampista organizador, el 3 el lateral izquierdo y el 2 el lateral derecho. Y el 1 mejor ni nombrarlo. Con el paso del tiempo, y procedente de Argentina, se produjo un pequeño cambio en los roles entre el 5 y el 6, pero en cualquier caso, de lo que se trataba era de jugar del 7 en adelante.

La obsesión por los números era tal que los entrenadores elegían las tareas de los jugadores en función del dorsal. Por ejemplo, en los córner sólo subía uno de los dos centrales a rematar, en concreto el que llevaba el 4, independientemente de que se le diera mejor o peor cabecear, o fuera más o menos alto. Con las barreras en una falta en contra al borde del área pasaba lo mismo. Durante mi primer partido oficial, antes de salir al campo, me acuerdo que me acerqué al entrenador y le pregunté si debía colocarme en la barrera. Yo tenía bastante miedo a recibir un balonazo y no había dejado de pensar en eso durante toda la semana. En la calle jugábamos con balones un poco desinflados, para que los pases llegaran más lejos y pudiéramos disparar desde nuestra portería, además de para no hacer daño a la gente que pasaba en medio, pero aquí me había dado cuenta durante los enfrentamientos que picaban de verdad. Entonces el míster sacó una libreta, comprobó los números y me dijo que no, que yo jugaba con el 4 y que en la barrera sólo se ponían los impares.

Al escuchar aquello, no supe si alegrarme o llorar. Por un lado, no me iban a dar ningún balonazo, pero por otro, ¿me había dicho el 4? Eso significaba jugar de defensa. Yo nunca había ocupado en mi vida un puesto tan retrasado, y cuando salí a calentar estuve a punto de decirle a mi padre que nos fuéramos a casa. Yo venía de dar pases milimétricos entre mujeres con carricoches, hombres con maletines volviendo a sus casas a toda prisa de sus oficinas y abuelos despistados revisando las quinielas, y ostentaba además el récord de ser el único que todavía no había roto ni un solo letrero del escaparate de ninguna tienda. Y era bueno jugando de 7. No un 7 a lo Butragueño o a lo Onésimo. Yo no tenía velocidad ni regate, pero sí visión de juego, último pase y, sobre todo, disparo. Pero tampoco tenía tanta calidad para ser el 10. Y cuando me dieron el 4 y le pregunté al entrenador que por qué me ponía de defensa, me dijo que porque era alto y porque no me había visto meter un gol todavía en el entrenamiento. Perdimos 9-1.

A los dos o tres meses, se produjo una situación excepcional: un partido de entrenamiento contra los mayores. Algo así como si el Real Madrid jugara contra el Castilla. Ese día fue la primera vez que no me pusieron de defensa. Como había mucha expectación, habíamos venido todos los niños a jugar, y el único sitio que quedaba libre era el del 6 (que, como digo, luego fue el 5). Y de medio centro, a lo Scifo (aquel maravilloso jugador belga), realicé un gran partido, hasta el punto de que al terminar, el entrenador de los grandes se dirigió a mí para felicitarme y me dijo si quería ir a entrenar algún día con ellos, a lo que mi entrenador, visiblemente enfadado, se negó en rotundo y soltó: “Eso no puede hacerse. Cada jugador tiene su categoría, y ni aunque fuera Maradona podría saltarse un año. Además, no siempre juega tan bien”. Tardé una semana en borrarme, y nunca más volví a jugar en un club con ficha federativa.

El fin de semana pasado, después de tantos años, volví a un campo de fútbol a ver jugar a mi sobrino de 9 años. Para empezar, me sorprendió que casi ningún número en las camisetas bajara del 15. Mientras calentaban, no pude resistirme a pisar el césped y pegar un par de disparos a una portería vacía. Justo cuando se dirigían al vestuario para recibir las últimas instrucciones, me acerqué a los chavales y les pregunté si había algún zurdo en el equipo. Yo siempre he tenido debilidad por los zurdos. Redondo. Savio. Hagi. Savicevic. Suker. Alex de Souza. Recoba. Rubén Sosa. Djalminha. Rivaldo. Roberto Carlos. Zinho. Chapuisat. Polster. Penev. Futre. Dubovsky. El “Mago” Capria. Tsartas. Stoichkov. Maldini. Maradona. Kempes. Tsymbalar. Guti. Giggs. Bale. Van der Vaart. Van Persie. Robben. Ozil. Di María. Messi (algunas cosas). Salah. Pedros (el del Nantes).  Ziyech. Cordero. Arteaga. Vlahovic. Tadic. Roger. Denilson. Zé Roberto. Rodrigo Fabri. Witschge. Del Solar. Asensio. Revivo. Mido. Xhaka… Incluso un día me puse un partido antiguo para ver qué tal jugaba Di Stefano, y acabé impresionado con Gento. Sólo una vez en mi vida vi a un diestro estar a la altura de cualquiera de esos zurdos: Juan Román Riquelme. Y en esas andaba pensando cuando un niño me dijo que él era zurdo. Entonces le pregunté si jugaba de lateral o de extremo izquierdo, y, mirándome extrañado, me contestó que de extremo derecho, que los zurdos siempre juegan por la derecha, y los diestros por la izquierda, para recortar hacia dentro y tener disparo. Entonces le pregunté si no sería mejor jugar a pierna natural y regatear hasta el fondo y centrar, y me contestó que centrar a quién, si en los equipos hay cuatro delanteros pero ninguno fijo dentro del área.

Luego seguí con mis disparos a un portero invisible, tratando de darle al palo, pero a pesar de usar la pierna buena, no conseguí acertar ni una sola vez. Por desgracia, todas me entraban. Supongo que en mi interior todavía pensaba que me debían muchos goles. Cuando me cansé, me senté en el césped a ver el entrenamiento del equipo contrario. A los cinco minutos ya me había levantado de lo incómodo que me estaba sintiendo. El entrenador, un muchacho de no más de quince años, había hecho dos equipos y había ordenado que no dieran más de dos toques, uno para controlar y otro para pasar al compañero más cercano. Y yo quise preguntarle que eso para qué. ¿Qué hay del regate? ¿Y del pase entre líneas? ¿Y qué tal un cambio de juego? Quise intervenir, pero no me parecía respetuoso. Después se puso a aplaudir a uno de los que atacaban pero que no llevaba la pelota, y reunió a los demás para decirles lo bueno que era ese niño sin balón, y que los demás debían aprender a ser tan inteligentes como él. Y ahí decidí que ya había escuchado demasiado y me fui a la grada pensando que quizás habría que explicarle a ese entrenador que en el fútbol se trata de ser bueno con balón, no sin él.

Al poco de empezar el partido, ya me había desesperado otra vez con el pobre entrenador, que no comprendía que el fallo también forma parte del juego. No dejaba de gritar a los niños para corregir las posiciones, y ninguno se atrevía a hacer algo que no fuera dar el pase más fácil. Y hacia mitad de la segunda parte, y como me esperaba, hizo su mayor error. Como iban perdiendo, quitó a dos centrocampistas y sacó a dos delanteros más, como si eso fuera a significar algo. Todo el mundo sabe que cuantos más delanteros saques, menos goles metes. De ahí la confusión con entrenadores como Ancelotti o Mourinho, que tienen fama de defensivos (porque juegan con un medio centro defensivo tipo Tchouameni o Khedira) pero que son tremendamente ofensivos, de ahí que no metan ni un gol y la gente se piense que por eso son defensivos. Pero claro, si juegas con 4 delanteros y sólo dos centrocampistas, de los cuales uno es un mediocentro defensivo que no sabe darle a la pelota, no hay quien cree ocasiones.

Cuando volvía a casa en coche, pasé junto a un resort en el que un verano se quedaron los jugadores del Real Madrid porque jugaban un partido amistoso. Mis amigos y yo íbamos siempre por las noches a la discoteca de allí, porque con españolas no ligábamos nada, pero con extranjeras había uno al que se le daba bien. Y si él conseguía besar a alguna chica, era como si todos lo hiciéramos también. Para nosotros era la misma sensación que meter un gol de chilena en la final de una Copa del Mundo. El caso es que, antes de ir esa noche a la discoteca, nos las apañamos para colarnos en el hotel en el que se hospedaban los jugadores. Llevábamos tantos años yendo por allí, que teníamos a alguien dentro que nos dejó la puerta de atrás, junto a la piscina, abierta. Enseguida nos enteramos de que los jugadores ya se habían retirado a descansar, pero que Del Bosque seguía cenando.

Mis amigos se fueron todos a las habitaciones a conseguir firmas y camisetas de los futbolistas, pero yo me dirigí al comedor. En aquella época estaba obsesionado por Riquelme. Nadie conocía al argentino todavía. Aún faltaba, de hecho, uno o dos años para que se repasara él solito al Real Madrid en aquella final de la Intercontinental. Yo había llegado a conocer a Riquelme a través de “ver” un Boca-River que echaron en Canal Plus un Domingo por la noche a las 2 de la mañana. Me quedé a “verlo”, a pesar de que no tenía contratado Canal Plus, es decir, que lo “vi” con las mismas rayas con las que otros veían los viernes por la noche a la 1 de la mañana el cine de adultos. El caso es que, con rayas y todo, me quedé asombrado con un jugador que tenía el balón siempre pegado al pie. A partir de ahí, convencí a un amigo -que sí que tenía el decodificador- para que me dejara ir a su casa los Domingos por la noche cuando jugaba Boca. Lo absurdo de todo es que sus padres -e incluso él- se iban, como es lógico, a dormir, y allí me quedaba yo viendo el fútbol sin volumen para no despertarlos, para luego regresar a mi casa corriendo de madrugada para que no me dijeran nada mis padres porque al día siguiente tenía que ir a clase (y también, claro, para que no me atracaran a esas horas).

Me asomé por la puerta del comedor, pero comprendí que no era el mejor momento de acercarme a hablar con Del Bosque. Me habrían pillado enseguida. Además, yo no iba lo que se dice bien arreglado. Iba, más bien, hortera, como toda la gente en los 90 cuando salía de fiesta, con pantalones con los bajos descosidos y polos muy apretados. Y suerte que no llevaba gorra. Decidí entonces quedarme agazapado detrás de una columna, esperando. Entre tanto, vi salir a mis amigos a escondidas por la parte de atrás, junto a la piscina, cargados con pantalones y camisetas de jugadores del Madrid. Les hice un gesto con la mano, como diciéndoles que luego nos veíamos en la discoteca, y yo me quedé allí, aguardando mi oportunidad. Aunque yo no era en absoluto muy de Del Bosque, y le echaba la culpa de que hubieran dejado salir a Redondo, tenía que decirle que había que fichar a un jugador argentino de 19 o 20 años llamado Riquelme. Y como estaba seguro de que no lo conocía, repasaba mentalmente mi discurso para que sonara lo más convincente posible.

Y por fin, una hora después, lo vi aparecer. Pero para mi desgracia, no iba solo, sino que le acompañaban sus asistentes y un par de guardias de seguridad del hotel. Aunque salí corriendo hacia él, enseguida me sujetaron los guardias. Entonces grité: “Don Vicente”, y él se giró, me miró y siguió adelante sin hacer ningún gesto. Desesperado, y viéndome arrastrado hacia la puerta, se me ocurrió chillar: “Riquelme”. Entonces Del Bosque se paró en seco, les dijo algo a sus acompañantes y se acercó lentamente y con su cojera característica hacia mí. Con los guardias perplejos sin saber qué hacer, llegó a mi altura y me preguntó: “¿Cómo has dicho?”. Conseguí soltarme y respondí: “Que hay que fichar a Riquelme, señor”. Del Bosque puso cara perpleja y, sonriéndome, me dijo: “¿Conoces a Riquelme? Que sepas que no tienes mal gusto, y que lo estamos intentando”. Luego se dio la vuelta, y se marchó cojeando más todavía.

Y yo me fui de allí la mar de contento, más que cualquiera de mis amigos con sus camisetas firmadas de Hierro y Roberto Carlos. De hecho, ni siquiera pasé por la discoteca de las guiris aquella noche. Total, ¿para qué? Cogí mi vespino llena de pegatinas mal despegadas y con el tubo de escape trucado, y volví a casa. Al día siguiente por la mañana me levanté bien temprano y fui a comprar el As (el Marca sabía que lo traían siempre a La Asociación de Vecinos). Y aunque me gasté prácticamente todo el dinero que me daban en verano en helados de hielo (para poder entrar a leer el Marca) y periódicos deportivos, nunca encontré ni en una pequeña esquina, algún tipo de rumor acerca del posible fichaje de Riquelme por el Madrid.

Cuando uno o dos años después pasó lo que pasó en aquella Intercontinental, me pregunté si lo que me contó Del Bosque aquel día era cierto o sólo me lo dijo por decir y alegrarme aquel verano. Lo cierto es que muchas noches dejé de subir a la discoteca sólo por poder madrugar y comprar el periódico. Y que nunca he vuelto a tener una ilusión como la de aquel verano mientras desayunaba por las mañanas en casa de mi abuela y daba tiempo a que el kiosko abriera.

Uno de esos días de aquel verano recuerdo que leí en el As una entrevista a Toshack en la que decía que si él hubiera entrenado a Martín Vázquez con 20 años lo habría convertido en el mejor jugador del mundo. Yo siempre fui seguidor de Martín Vázquez, pero más de Michel. En cualquier caso me dio por pensar que, en mi caso, ni con alguien como Cruyff a mí me hubiera dado siquiera para jugar en un equipo de regional, y hace poco leía precisamente a Riquelme que le preguntaban por el mejor jugador con el que había compartido vestuario, pensando el periodista que diría Maradona o Messi. Y contestó el nombre de un tipo de su barrio que dijo que se había aburrido de jugar al fútbol antes de llegar a profesional. No recuerdo su nombre ni sé las razones que tendría, pero viendo al equipo de mi sobrino el fin de semana pasado y a un par de niños que son realmente buenos, entre ellos el zurdo con el número 21 que juega por la derecha en el carril del 8 y que, casualmente metió un gol cuando lo pusieron de 9, me pregunto cuántos chicos se habrán quedado en el camino por no haber tenido la suerte de haber tenido un entrenador de fútbol que los motivara durante su formación o los pusiera en su sitio.

Y también me pregunto cuántos entrenadores se habrán cansado de emplear su tiempo libre alejados de sus familias y sin cobrar un euro, porque los padres, tíos y demás familiares de los chavales a los que entrenan se creen que saben de fútbol sólo porque han visto cuatro partidos en la tele o porque jugaron de pequeños un par de meses en un equipo con ficha federativa y culparon a sus entrenadores de entonces de no haber llegado más lejos por haberles hecho golpear la pelota con la otra pierna. La pierna mala.

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