Hace dos semanas mi amigo Nando, que es el bajista del amabilísimo grupo de música Nunatak, escribió en un chat de grupo ”cuando eres padre te pega una buena viejá”. Asumí el concepto como propio sin saber muy bien a lo que se refería. “Una buena viejá”… me repetí como si fuera el título en ciernes de una novela crepuscular. “Una Viejá” mejor aún, premio planeta, ya me estaba imaginando el discurso.

Y es que hay un día, un momento preciso en nuestra biografía, en que nos hacemos viejos. No me malinterpretes, no me refiero a la edad ni mucho menos. Viejo como concepto. Es un momento vital que hay que vivir con empaque y estoicismo. Que ya no estamos para ciertas cosas. Lo que nos tenía que gustar ya lo hizo. Que nos situamos ante la vida de forma esquinada y tangente.

Uno de los fenómenos que más me gusta es el del niño viejo. Ese niño que cayó en una marmita de conocimiento y luego rebañó cada una de las conversaciones de los adultos alrededor. Que lo mismo opina del sistema educativo que suelta (y cito textualmente): ”Pues yo prefiero que no venga Mbappé”. Ese niño curado por su abuelo como si fuera un jamón de bodega. Paseo va – paseo viene. Que se enfrenta a sus cosas de niño con altanería y prefiere merendar dos veces que dar explicaciones.

Hay otro caso curioso por imposible: el adolescente viejo. Este es más difícil de encontrar. Sabe que su sitio en el mundo es cuestionable y no le queda otra que levantar la mirada y buscar otros de su especie. Como piecito buscando el valle encantado. No juega al fútbol en el recreo, en concreto no juega a nada que tenga energía cinética. Es amigo del quiosquero. Tiene nicks extraños en la deep web. Sabe de cualquier cosa menos de lo que entra en los exámenes.

Muchísimo menos gracioso, porque es la edad que me toca, es el del adulto en ciernes de una buena viejá. A muchos de mis amigos (lo noto) les sobreviene, en efecto, al ser padres. Todo lo que el erasmus no consiguió, el jagger no pudo y su primera novia no quiso, lo hace un niño de apenas treinta centímetros. Hablan de la fiesta como si hubieran sido corresponsales de ella. Ves a tu colega que hace un par de años estaba afanándose por robar el espejo del bar de turno hablado de tipos variables y mirando al vacío inmenso de lo que aún le queda por delante.

Voy terminando con el más divertido: el viejo que vieja. Este es amable por su coherencia. Ya sabe que no tiene nada que perder: ha visto asomarse los créditos del videojuego y lo piensa utilizar. Hace dos kilómetros para bajarle veinte céntimos a una sandía. Conoce a todas las cajeras del mercadona y no escatima en chascarrillos. Se pone una caja de cartón en la cabeza si llueve. Piensa que los pasos de cebra son solo una idea.

Mi madre me recuerda constantemente que con apenas dos años, la cuidadora de mi guardería le dijo que yo era ”muy maduro para mi edad”. ¿Qué pudo querer decir? Es algo que me obsesiona realmente. ¿Acaso cogí un palillo y balbuceé que la transición era un engaño? ¿O me quedé mirando atribulado una obra de lego…? Sea como sea, desde entonces arrastro un antiguo y discreto orgullo de bebé viejo. Bailo con el espíritu torpemente apoyado en la barra de aluminio. Miro por encima de los hombros del tiempo. Gateo a tientas. Y te espero tranquilo. Muy tranquilo.

Compártelo