Estabas detrás del árbol

Hace quince años teníamos quince años menos. Pero no sólo nosotros, también todo y todos los demás. También los establecimientos, los árboles, los primos segundos y los salvamanteles.

Daba la sensación de que el mundo estaba a medio hacer, pero lo cierto es que estaba ya medio hecho. La universidad, tu amigo que se va a Madrid, el otro que se queda aquí, o ése que siempre está. Aunque en el fondo todos nos habíamos quedado y nos habíamos ido al mismo tiempo; estábamos y no estábamos, que es otra forma más precisa de estar. Yo no sé exactamente cuál de los dos fui, pero en aquella época era importante querer y echar de menos a las personas de tu edad, por eso cuando en Navidad o Semana Santa nos juntábamos por fin la pandilla, se sentía como los reencuentros del marido con la familia al volver de la guerra, solo que aquí no había familia ni había guerra.

El caso es que había un chico que se llamaba Jorge, siempre según él,que se paseaba por los bares de moda simulando que buscaba a alguien con el que había quedado. A veces entraba en el bar con el móvil en la oreja, mirándolo la pantalla de vez en cuando, desconcertado y curioso él. Hacía su ruta desde las cuatro de la tarde hasta bien entrada la noche; primero merodeando la terraza de un bar, luego entrando al de al lado, luego cruzando al de la otra calle, después al centro… Llegaba, miraba el teléfono, se quedaba diez segundos atontado y se iba. Siempre solo, gordo, con su dentadura imposible y arrastrando la sombra de una pequeña discapacidad mental.

No tardó mucho en convertirse en el juguete de todos los hijos de puta de la ciudad. Le empezaron a dar conversación invitándole a sentarse un rato con ellos. Así comprendí que cada vez que salía a la calle, en realidad iba buscando la cara conocida de uno de esos hijos de puta con los que había estado un rato el sábado pasado. A veces lo veías en una mesa de ocho, contando anécdotas ridículas mientras el resto se reía con y de él. Y cuando volvías a mirar al cabo de diez o quince minutos, te lo encontrabas en silencio, absorto, mirando las servilletas con una sonrisa que iba doblándose como una planta seca porque los chicos ya se habían cansado de jugar. Entonces se levantaba y se iba. Sin despedirse. Aun así, sigo creyendo que para él merecía la pena.

En contra de lo que suele pensarse, la discapacidad mental, cuanto menor, peor. Porque en casos como éste donde uno ni siquiera está seguro de que exista, se abre una jugosa rendija entre lo risible y lo doloroso por donde más fácil uno puede colarse. Nosotros también fuimos a nuestra manera uno de esos hijos de puta;  por lo jugoso de la rendija y, para qué engañarnos, creernos mejores personas que los demás. Se empieza una noche de esas en las que uno se ve especialmente encantado de conocerse, dispuesto a jugar con el muñeco pero creyendo que siendo muy consciente de la cosa, la cosa cambia: que si pobre chaval, que si se ríen de él sin profundizar en su historia, sus motivaciones, su cosmovisión transgresora, su proyecto vital. Vamos a ver qué tiene que decir, cómo te llamas, dónde vives, qué opinas de Operación Triunfo, te vas a poner aparato en los dientes o qué,  dónde te has comprado esa camisa .

Y la cosa cambiaba, realmente. Lo peor de todo es que tras esa primera interacción fruto de la necesidad etílica de ser los hijos de puta más considerados de la ciudad, fuimos los primeros que le escuchamos de verdad. O por lo menos así él lo sintió, ya que la tarde del día siguiente apareció a la hora del café en el bar donde solíamos ir. Supongo nos localizó tras buscar en ocho o nueve bares anteriormente. Entró en el bar, mirando el móvil apagado, oteó entre las mesas, nos vio, sonrió, y se sentó con nosotros.

Al principio fue una anécdota simpática. Lo acogimos educados la primera vez. Sentimos todos, sin necesidad de hablarlo, la responsabilidad de ser coherentes con nuestra actitud el día anterior; la misericordia que nos movió a hablar con él nos pasaba la factura al día siguiente y nos obligaba a atenderlo. Al día siguiente apareció también, a las ocho de la tarde, en otro bar cercano. Nos empezó a llamar por nuestro nombre a todos. No es que fuera un incordio (que lo era) porque simplemente se sentaba, decía las cuatro cosas graciosas que traía trabajadas desde casa y luego se quedaba en silencio, muy apagado y hueco, mirando a las servilletas o los vasos vacíos, mientras la conversación previa ajena a él retomaba inevitablemente su rumbo. Entonces se levantaba de sopetón y se iba. Lo que él no supo ni sabía ni sabe es que, paradójicamente, nada más irse pasábamos el resto de la tarde hablando de él. Sobre qué hacer. Y lo más importante, cómo hacerlo.

Fundamentalmente, pasamos aquellas vacaciones de Navidad debatiendo cómo deshacernos de él. Como si fuera un cadáver. Cada vez que quedábamos nos acababa encontrando. Llegaba. Se sentaba. Había veces que ni siquiera hablaba. Decía “Hola”, se sentaba, nosotros le saludábamos, seguíamos con lo que estábamos hablando, y tras quince minutos en completo silencio, (una vez llegó a estar casi una hora) se levantaba y se iba. Y así. Nos sentíamos mal por él, por supuesto, pero sobretodo por nosotros. Era más importante solucionar nuestro sentimiento de culpa con respecto al cariño que le habíamos dado durante un día por no poder, o no querer, cumplir con sus expectativas afectivas que su propia desoladora situación.

Hubo un día, después de Nochebuena, que a mi mejor amigo le ocurrió algo muy malo y me llamó porque necesitaba que nos viéramos y desahogarse. Una cosa muy gorda. Ya llevábamos unos días en los que habíamos cambiado a conciencia la hora y lugar donde quedábamos la pandilla, precisamente para evitar encontrárnoslo. Incluso dejamos de ir al bar que nos gustaba, tal era la cosa. Además nos habíamos autoimpuesto la norma de ser simplemente “correctos” con él cada vez que apareciera para no crearle falsas esperanzas. Pero ya era demasiado tarde. Como decía, aquella tarde del día de Navidad, nada más sentarnos en la mesa del bar de siempre (era el único que estaba abierto) apareció Jorge. Mi amigo, que había liderado la facción más compasiva del grupo de amigos, le dijo que por favor. Que se fuera. Que molestaba. Que necesitaba hablar conmigo de algo importante. No lo dijo con esas palabras, evidentemente . Aunque es muy probable que sí.

Aquello nos dio una tregua. Volvimos a frecuentar los mismos bares a las mismas horas. Algún día nos pareció verlo paseando a lo lejos, o sentado de espaldas en alguna mesa lejana. Respiramos tranquilos y lo pasamos muy bien aquellos días. No lo volvimos a ver hasta un par de días antes de Reyes, cuando salíamos del bar de siempre en dirección al centro. Íbamos los cinco, charlando entre risas, cuando uno de ellos advirtió que le había parecido ver a Jorge unos metros más atrás. No le dimos importancia y seguimos nuestro camino hasta llegar a la Alameda. Al cabo de unos minutos, otro de mis amigos se detuvo para encender un cigarro, y miró hacia atrás. Tíos. Jorge nos está siguiendo. Al principio no le creímos, pero tras afilar la vista pudimos ver cómo un poco de cara, un poco de barriga, y un poco de zapatos asomaban temblorosos detrás de un árbol, a unos veinte metros. No le hagas caso, dijo uno. Estuvimos diez segundos en silencio, sin dar crédito a la postal que teníamos delante. Mi mejor amigo, con una determinación insólita, se encaminó hacia el árbol. Poco antes de que llegara, vimos la silueta de Jorge salir, mirando el móvil, haciéndose el loco. Intercambiaron un par de frases y mi amigo volvió a donde estábamos. Le preguntamos qué le había dicho. Jorge, esto no es lo que habíamos hablado, nos estabas siguiendo. ¿Yo? Qué va. Jorge, por favor. Estabas detrás del árbol.

Esa fue la última vez que habló con uno de nosotros, aunque lo seguíamos viendo casi cada fin de semana, por aquí y por allá, durante un par de años más. Luego desapareció, o quizás desaparecimos nosotros de los bares de moda, ya que no lo volví a ver hasta ocho o nueve años después. Me lo crucé en el pasillo de un supermercado al que no acostumbro ir. Me saludó educado y yo le devolví el saludo. Sentí la necesidad de darme la vuelta, para volver a verlo una vez más, pero ya estaba en otro pasillo. Ahora que lo pienso, nosotros, para él, también estábamos detrás del árbol.

Compártelo