Greta Garbo: La aurora boreal de Bunbury

No estábamos tan equivocados aquellos que decíamos que quien quisiera encontrar a Bunbury tendría que hacerlo en alguna cabaña perdida de una reserva india entre el lago Tahoe y el desierto de Sonora. Enrique ha aparecido con un nuevo disco bajo el brazo y un poncho sobre el cuerpo, posiblemente regalado a modo de ofrenda por los Washoe en Cave Rock durante alguna ceremonia de iniciación de esas en las que se pide permiso a La Tierra para plantar según qué cosas. O, simplemente, a cambio de una canción.

Greta Garbo es un álbum compuesto bajo la luz de auroras boreales, rituales chamanes y, posiblemente, el influjo de alguna que otra sustancia, como la Ayahuasca o el Bufo Alvarius. Y ha alterado la conciencia de Bunbury hasta trasladarla varias décadas atrás en el tiempo, como en Frequency, aquella maravillosa película en la que Dennis Quaid y Jim Caviezel hablaban a través de señales de radio separados treinta años. 

Si Bunbury siempre ha sido un paracaidista que ha seguido una línea de pensamiento cinética y que se ha movido según la dirección del viento que él mismo soplaba, es decir, que lo mismo caía sobre un campo de coplas, que de rock, que de electrónica, ahora lo ha hecho sobre un maizal underground y, por momentos psicodélico, en el que nuevamente ha pretendido no defraudarse únicamente a sí mismo, sin pensar en lo que hubiera esperado la tribu, y, ni por supuesto los Water Babies, esas criaturillas que se irritan con su sola presencia. 

Y, Enrique, siendo conocedor de ello, arranca el disco lanzándoles un mensaje: Nuestros mundos no obedecen a tus mapas, una canción escrita seguramente en cursiva, con un videoclip de atmósferas vintage, y cuya letra dedica, en parte, a esos tipos con el cerebro relleno de mermelada, gente con el ombligo para fuera, obsesionados por hacer fotos a los platos de comida, y que eligen las cafeterías por lo cómodos que son los sofás. Y es que, como nos canta, “el que se va sin que lo echen, volverá sin que le llamen”. Y ya me imagino a todos esos bebés del agua que creían a Bunbury bajo tierra para siempre, yendo a toda prisa a abrir su tumba y descubrir, para su desconsuelo, que allí ya no hay nadie. 

Y es que ya hace mucho tiempo, en Bushido concretamente, Enrique ya les tenía preparada una parábola: “Hay gente para todo, hay cosas que se cuentan y parecen ciertas”. Pero hay noticias que no viajan muy lejos, aunque todavía haya quien crea que el conocimiento del universo reside en dibujos pintados sobre planchas de latón escondidas en cuevas perdidas del Amazonas, esos mismos tipos que necesitan urgentemente ayuda espiritual y que luego rezan a Dios en voz baja para que Enrique saque nuevo disco. Y con este arranque del álbum, Bunbury los ha galvanizado a todos indicándoles que el final ya se ha acabado. 

Pero no es de metales pesados ni de la selva alta de Ecuador de lo que Enrique nos habla de este disco, sino de Alaska, una canción en la que nos deja claro que ya sólo habla de amor. Oh, Ray. Y es que, tras escucharla, habrá quien le apetezca escribir de nuevo la inicial del nombre del amor perdido en los troncos de los árboles. Musicalmente, se trata de un medio tiempo con un colchón instrumental que nos transmite serenidad, y en cuyo videoclip lo vemos levitando y meditando entre la nieve, y en el que se transfigura una espiritualidad casi sobrecogedora. Y uno se pregunta entonces cuál será el contenido de la caja negra de su corazón y qué imágenes le llegarán a su mente cuando cierra los ojos (todo el mundo sabe que los fantasmas no sueñan, pero sí recuerdan).

Y así, entre ánimas, recordamos que todo en la vida se mide en términos de vibración y magnitudes de onda. Y Enrique, con cada disco, hace como cuando nos explicaban de pequeños el ejemplo de quien lanza una piedrecita al lago y genera una longitud de onda que se va expandiendo por todo el agua. Según aquello que nos contaban, si otra persona al otro lado del lago lanza otra piedra, las ondas que se generarán serán otras distintas, y sólo se fundirán al compás cuando se encuentren si la frecuencia de ambas es igual. Si con los álbumes de Bunbury desde El mar no cesa hasta Flamingos (incluiría, sí, Radical Sonora) sus ondas siempre coincidían con las nuestras, hay discos desde entonces cuya frecuencia no termina de coincidir con la frecuencia de la gente. Pero esos discos no son siempre los mismos. Y esa gente tampoco es siempre la misma. Es decir, que para unos Hellville de Luxe o Las Consecuencias son sus mejores grabaciones en solitario, y para otros lo son Posible o Curso de Levitación Intensivo. Pero eso a Bunbury parece no importarle. Él sigue generando ondas a su único criterio, y así, desde su lado del lago, nos lanza a Sailor y a Lula, y nosotros, desde el nuestro, le devolvemos a Barry Gifford. Y cuando se encuentran, el dibujo que forman se parece demasiado a una película de David Lynch. Por eso, Invulnerables sintoniza con nosotros. En el vídeo vemos a Enrique con el pelo largo, pero podríamos imaginárnoslo perfectamente con laca y brillantina. La letra es de una hermosura cuántica, y se la dedica, claro está, a esa persona que duerme todas las noches con él bajo sábanas negras y a la que no le importaría trasplantarle su corazón. 

Y esta idea me lleva a otra reflexión. Hay gente que habla de que la vida es sólo parte de la muerte, de que no sólo tenemos una vida, sino muchas, que cuando morimos nuestra alma se reencarna en otro cuerpo (y, según ellos, cuando comprendamos eso dejaremos de tener miedo a los aviones), y de los tres cerebros que dicen que tiene el ser humano, que serían: el que conocemos todos, otro que comentan que hay en el estómago, y parece que ahora han identificado un tercero: el corazón (sostienen que se han encontrado conexiones neurológicas en él). De hecho, juran que hay casos documentados de gente a la que le ponen el corazón de otro y de pronto tiene recuerdos de esa persona. Y uno se pregunta entonces qué recordaría alguien que recibiera el corazón de Bunbury. Y, a ritmo de John Lennon y su Plastic Ono Band, el propio Enrique nos lo cuenta en el comienzo de Desaparecer sin necesidad, para su tranquilidad, de prestarnos ninguna parte de su cuerpo: “Empecé en el lugar equivocado, pero en el mejor momento”. ¿Nos habla de Héroes? Posiblemente, en esa sola frase se resuman todas las emociones que Bunbury guarde hacia su anterior banda. Dolor y amor. O amor y dolor. Porque los recuerdos que tenga de sus excompañeros seguramente no estén ordenados. Hace poco leía en una carta semanal del propio Enrique que la relación que tiene con ellos es mejor de lo que la gente se piensa, y es posible que hablen a menudo, pero a veces se dicen muchas cosas, y sin embargo las importantes se quedan en la punta de la lengua. Y uno se pregunta si alguna vez hablarán del tema, pero como leí en algún sitio, “tres pueden mantener un secreto si dos de ellos están muertos”. Así que, en este caso, que hablamos de cuatro, y después de tantos años que han pasado, parece que para disgusto de muchos, la respuesta está clara. Aunque bueno, ningún escorpión, en contra de lo que la gente se piensa, se pica nunca a sí mismo. Y todavía no se ha inventado un arma que después no se haya utilizado…

Y si la primera vez que escuchamos Los placeres de la pobreza y El camino del exceso nos parecía la misma canción, ahora nos ocurre algo similar con Alaska y Para ser Inolvidables, la cicatriz del disco, porque (que Dios me perdone) no aportaba nada diferente al track 2, hasta que llegamos al minuto 3:25 y entonces se cierra la herida con un nuevo trance psicodélico, a lo N.O.M., Habrá una guerra en las calles, o El mulato y aparece nuevamente el mejor Enrique de su etapa solista, y se da un abrazo fuerte a sí mismo.

Y al llegar al ecuador del álbum, y mientras le damos la vuelta a la cinta de cassette, tratamos de poner en contexto el disco reflexionando sobre la publicación justamente anterior a Greta Garbo: la reedición de Flamingos, aquel álbum con el que Bunbury se presentó ante nosotros hace veinte años con el corazón lleno de grapas. Y es que una traumática ruptura sentimental (no las hay de otro tipo) se cruzaba con él justo cuando, musicalmente, acababa de reconducir su destino con el mágico álbum, Pequeño. Y, aunque lamentamos mucho lo ocurrido, lo cierto es que esas noches sin dormir se tradujeron en el otro gran disco de su carrera en solitario, que lo vincularía definitivamente con las estrellas. Cuando lo escuchamos ahora, uno se imagina a Enrique tratando de taponar numerosas fugas de líquido a través de los poros de sus arterias. Canciones como Lady Blue o … Y al final daban fe de ello. La batalla, sin embargo, la dejó para más adelante, en concreto, para su siguiente LP, El viaje a ninguna parte, en temas como Por un malnacido, o Una canción triste, pues, como un militar norteamericano dijo hace tiempo, “una vez en guerra, la moral es alta traición”.

La reedición de Flamingos apareció justo en el momento de mayor incertidumbre acerca de su futuro. Por un lado, se le sospechaba caído en combate tras la repentina cancelación de su última gira (esta vez, por la enésima voltereta de su garganta, aunque ahora al fin sepamos los motivos), lo que cayó como una bomba nuclear a sus seguidores y llevó a muchos a pensar que se quedarían sin ver la ansiada tierra prometida (aunque en realidad nadie prometió nada). Y, por otro, el propio Enrique nos había hecho llegar imágenes con nuevos músicos de la grabación del álbum del que hablamos en este artículo de opinión. 

Es decir, que lo que Bunbury ha hecho con Greta Garbo ha sido un giro de guion nada más empezar la película, casi en la escena inicial. Ha querido mostrar los colmillos al notar la estaca sobre su pecho. Y con ello ha dispersado las nubes tóxicas de radiación que había a su alrededor mucho antes de lo que nos pensábamos. Posiblemente, porque ningún músico es capaz de ocultar sus sentimientos mucho tiempo. Y porque sabe que La Luna cada vez está más cerca.

Ya puestos, hablemos un poco más de Flamingos, aquel combate de boxeo en el que Bunbury hubiera preferido no pelear. Al menos, no al principio. Lo que nadie contaba es que iba a resistir los quince asaltos y salir victorioso de él. Y eso que empezó dubitativo. Definitivamente, El club de los imposibles no es la mejor canción de su carrera. E, incluso, la versión de , el tema de su amigo Adriá Puntí, nos dejó algo fríos. Los que la habíamos escuchado previamente cantada por el propio Enrique, con un toque más melódico y menos cabaretero, lo vimos tambalear aquí. Pero los nervios tardaron poco en desaparecer. Enseguida se recompuso y logró controlar la sucesión de golpes que le venían de todas las direcciones, sin querer lanzar ningún contrataque por su parte. Rectos se mezclaban con uppercats, jabs y crochets, pero Enrique dejó casi KO por agotamiento al rival con la mejor canción que ha compuesto hasta la fecha, me atrevería a decir que incluyendo su etapa con Héroes del Silencio, San Cosme y San Damián. Y, aunque se dio un respiro con Ciudad de las bajas pasiones, el tema más flojo del álbum, a partir de ahí Bunbury se mantuvo firme dentro del vendaval y acabó levantando los brazos.

La producción del álbum fue, por otra parte, una superproducción de Hollywood. Algo así como una película de Cristopher Nolan, de esas que van de atrás hacia delante y llena de efectos especiales, con infinitas capas que provocaban una especie de narco-hipnosis a través de las ondas, y cuyas frecuencias consiguieron captar el fin último de su existencia: la desorientación. 

Flamingos fue, por tanto, un disco en dos direcciones, en el que Bunbury amplió los márgenes de algo que no se sabía muy bien qué era, algo desconocido para nosotros pero no para él. Y todo se resumía al hecho de que a Enrique le gustaban cosas que a nosotros empezaron a gustarnos mucho tiempo después. Unos lo llaman intuición. Otros, destino. Los sonidos extraterrestres que se apreciaban entre las pistas nos hacían dudar incluso de su naturaleza. Algunos aún siguen dudando de su origen.

Y es que Enrique lo apostó todo única y exclusivamente a sus propias corazonadas, y le salió a la perfección. Supongo que eso es lo que le pasa a los elegidos, esos que son más alguien que los demás, que una luz azul les ilumina el camino hacia un lugar que sólo ellos ven. Bunbury fue héroe antes de tiempo y antes que nadie. Pero no héroe de los que combaten en guerras muy lejanas y vuelven entre vítores de los que se quedaron en casa, sino de esos que saben lo que va a pasar antes de que ocurra. Porque piensa fuera de su tiempo. Quizás porque tengan razón y realmente no sea de aquí. Y eso es algo que no todo el mundo está dispuesto a aceptar, sobre todo esos tipos que se quedaron a medio hacer, que se compran coches llenos de botones y que luego llevan relojes analógicos, y que piensan que la fascitis plantar es el resultado de un conflicto materno. 

Pero el cuerpo de Enrique, por los motivos que sea, ni siquiera se molesta ya en generar glóbulos blancos para defenderse. Y lo que algunos veían como que había hecho strike 3, (la primera bola mal bateada, para ellos, fue al dejar Héroes del Silencio, la segunda, al Huracán Ambulante, y la tercera a Los Santos Inocentes -supuestamente-), e imaginaban (deseaban) que Enrique saldría ya del campo, lo que en realidad ha ocurrido -en vista de lo que está por llegar-, es que a quienes les ha tocado abandonar el terreno de juego ha sido a ellos. A Bunbury lo seguimos viendo dentro, tranquilo ajustándose las calcetas y lamiendo el bate. Porque para él, la partida no ha hecho más que comenzar. Y porque la luz azul sigue palpitando.

Recuerdo, por otro lado, perfectamente esa etapa, en la que Enrique se afanó con todo su empeño en huir de determinados seguidores fanáticos del rock, a los que él sentía como una suerte de muertos vivientes, ávidos por morderle el cuello. Para él, todo el mundo era sospechoso esos días. Nos veía como si fuéramos agentes dobles, que íbamos de su mano mirando hacia delante, pero que también queríamos echar de vez en cuando un vistazo hacia atrás, algo que él mismo no se permitía hacer. Y, aunque durante esos años se manifestaba abiertamente en contra, había algo dentro de él (muy pequeño, eso sí), que recordaba con cariño su pasado, como si viviera al mismo tiempo en dos planos de existencia distintos. De hecho, durante la gira de Flamingos en México, se llevó a un grupo de amigos y familiares con él, entre ellos, a Pedro Andreu. Supongo que al final, todo se reduce a los sentimientos. Y, como dice la canción, “es mejor un ¿te acuerdas? que un ¿te imaginas?”

Pero si hay algo que ha demostrado Enrique durante todos estos años es que no gasta lo que no puede pagar. Que la tierra prometida es sólo unos puntos suspensivos al final de un documental o del párrafo de un artículo de opinión, que la termodinámica no va del todo con él (salvo por la entropía, claro), y que sus sistemas de equilibrio se fundamentan en hacer los discos que le gustan en ese momento, aunque no vayan con el tiempo que le corresponden. Y si eso lo vemos de manera muy evidente ahora, con Greta Garbo, quedó incluso más claro durante sus primeros años en solitario. Si con Pequeño bajó las revoluciones, con Flamingos hizo un cambio de ritmo. De lento a más lento. Y se fue de todos sus rivales por velocidad.

Y así surgió el álbum más experimental y arriesgado de su carrera. Había algo por entonces en él que nos recordaba Starman, la película; quizás fuera ese aura a su alrededor que le hacía parecer no ser tan humano como nosotros y que procedía de algún lugar entre las estrellas. Sus discos eran tan diferentes a todo lo que habíamos escuchado, que se veía capaz de enamorarnos a cualquiera, a pesar de que esa no fuera la naturaleza de nuestra condición ni a buen seguro su intención. Pero con Bunbury las intenciones siempre han sido lo de menos. Para algunos, por otro lado, ese aura ya ha desaparecido, y parece que Enrique se ha acostumbrado a que le lleguen señales indicándole eso de que ya no eres el mismo, pero para él esas ondas son sólo círculos concéntricos que ni siquiera le rozan. Circulando.

Y pensado en Jeff Bridges y El gran Lebowski, le damos nuevamente al play a la cinta. Volvemos a Greta Garbo. Empieza De vuelta a casa. Y con ella, las ganas de bailar cogiendo la cintura de esa chica que no contesta las llamadas; un tema que habría encajado también en Palosanto, y donde Enrique nos cuenta que es únicamente explorador de sí mismo y que sólo él decide cuándo acaba la partida. Y ése, quizás, haya sido el gran error de los Water Babies, como lo es el de los psicoanalistas y el motivo de que las que sesiones de terapia no funcionen, que se empeñan en conocer datos del pasado en lugar de interesarse por las posibilidades que ofrece el futuro. Porque mientras para todo el mundo, el cielo es el final, para Enrique parece que sólo fuera el principio. Y por eso sigue componiendo canciones, porque además, tiene un talento casi antinatural para ello, y supongo que él mismo se preguntará constantemente por qué le habrán sido dadas esas habilidades; y a veces uno tiene la sensación de encontrarlo luchando por no estar a la altura de un destino que alguien ahí arriba ha elegido para él. Aunque le pese, Enrique es uno de esos casos en los que el tamaño de su talento es mayor que el de su ambición.

Y es que Bunbury pareciera el heredero natural de dos tradiciones del rock: los clásicos y los vanguardistas, pero él no acaba de sentirse cómodo entre esas paredes, ni siquiera entre la de los artistas que él mismo nos cita como sus favoritos (Elvis, Frank Sinatra, Miles Davis, o Sakamoto), de ahí que grabe discos tan alejados de lo que esperamos de él, porque cualquier idea que tuviéramos nosotros del álbum que nos gustaría que hiciera, posiblemente él ya se lo habría imaginado y desechado. E incluso tampoco se interesa por acercar su sonido al indie pegadizo de festivales, ni dejarse bigote o vestirse como si fuera un actor de cine porno alemán de los setenta, sino que compone los álbumes desde un ángulo distinto, y siempre acaba por meterse en ese punto negro del retrovisor que no vemos venir nunca. 

 Y si hay un tema que nos ha pillado a todos desprevenidos y que, sin duda, se trata de la composición más redonda del disco, es La tormenta perfecta, que si bien la letra es la más Bunbury de todas (nos recuerda a Mi libertad) y el comienzo tan sensual nos transporta a Irremediablemente cotidiano, o No me llames cariño, musicalmente tiene trazas pop muy tipo Abba, y en donde Enrique levanta la voz con la seguridad del que conoce los misterios que se esconden al otro lado del cielo. Nos encontramos ante una canción que pareciera escrita desde una habitación secreta escondida al fondo de la mismísima despensa del infierno, y que a buen seguro, hasta los pájaros acabarán por aprendérsela.

A estas alturas del disco ya ha quedado claro que cuanto más desordenado tiene el pelo Enrique, más nos gustan sus canciones. Bunbury se abraza en Greta Garbo al caos como el que sabe que en este mundo lo único que sobrevive es la paranoia, algo que apreciamos claramente en Autos de coche, un tema lento y, por momentos, algo plano, que, sin embargo, nuestro vaquero espacial lleva a un punto muy lejano con un estribillo extremadamente melódico y un elegante coro final, donde pone el foco nuevamente en aquellos que se empeñan en diseñar las reglas del juego y colgar carteles en los que aparezca escrito la libertad de expresión vive aquí, siempre y cuando pienses como ellos. Pero, por suerte, todavía hay gente para la que la canela es más valiosa que el oro y que no necesita ponerle nombre a las emociones. 

Llegando al final de Greta Garbo, encontramos un tema en lo musical muy Licenciado cantinas, Armagedón por compasión, y que quizás sea la canción que más dudas levante entre los seguidores. Unos la amarán, y otros la odiarán, algo así como el episodio 3 de The last of us, aunque a buen seguro estos últimos cambiarán de opinión al escuchar la parte C de la canción en el primer caso, o a Max Richter en el segundo. Y querrán entonces entender por qué cuando se viaja en avión, los aeroplanos que vemos por la ventana debajo de nosotros vuelan de lado. Pero comprenderlo es tan difícil como saber por qué nuestros hermanos de las estrellas cada vez nos visitan más a menudo.

Y entre tanta duda, y asumiendo que sólo unos pocos saben lo que realmente vuela sobre nuestros cielos, cerramos el disco con una auténtica joya, algo así como el Fisherman’s Friend de Greta Garbo, el Rolls-Royce de los caramelos de menta, Corregir el mundo con una canción, un tema oscuro del que sabe que las nubes no van a dejar de seguirle nunca, pero que también es consciente de que todo está al revés en Australia. Y nos recuerda que es tal la cantidad de bandas que salen todos los días y la velocidad con la que éstas sacan nuevos discos (Bunbury tampoco ayuda en este sentido), que ni siquiera somos ya capaces de acordarnos de los nombres de las canciones que nos gustan. Pero que deberíamos prestar atención a ellas y purificarnos conectando con nuestro propio más allá, limpiándonos y equilibrándonos por dentro, antes de ponernos delante del consejo de almas y su justicia del sur.

Y a base de guitarrazos y un saxo hipnótico, cerramos un álbum sin ángulos rectos, en el que las canciones dicen mucho más de lo que se escucha, y donde Enrique ha hecho como cuando en las películas sueltan a los perros y persiguen al fugitivo, y la manera que se le ha ocurrido de despistarlos ha sido cruzando el río hacia reservas indias y sumergiéndose en aguas ancestrales. Y allí, donde las auroras boreales se ven a latitudes más bajas, ha surgido Greta Garbo, uno de esos pocos regalos acertados que muy de vez en cuando uno recibe en la vida y en donde Bunbury vuelve a demostrar que se trata de la abeja reina del panal. Y, bajo los influjos de las plantas y la medicina tradicional apache, su mente se ha adentrado en un futuro que tiene olor a pasado. 

Ahora que con Greta Garbo se ha recuperado el formato cassette, cuando queramos imaginar que alguien piensa a escondidas en nosotros, pulsaremos al play. Porque tenemos la sensación de que las noches que escuchamos los discos de Bunbury, dormimos mejor.

Y falta nos hace.

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